Ladrones de cadáveres: cuando los muertos desaparecían de sus tumbas

Hijo de esclavos, Henry Sutherland provenía de una grupo que se había fugado para instalarse en Brookville (Pensilvania). No solo en su aspecto, asimismo en sus costumbres fue descrito como un hombre varonil, que en el pueblo tenía la reputación de no rebotar nones una pelea, más correctamente, parecía que le gustaba destruir sus borracheras a golpes con cualquiera que se le pusiera por delante.

Pero, por vigoroso que pareciera, lo cierto es que en octubre de 1857 una fiebre acabó con él en unos días. Recibió cristiana sepultura, y, sin pena ni fama, su historia debería tener rematado aquí. Y así habría sido de no ser por un médico circunscrito llamado J. G. Simons.

Corría el siglo XIX, y ya fuera en farmacología, cirugía, psiquiatría o espécimen, cada día se publicaba un descubrimiento nuevo. Aunque aún sin el vigor del Envejecido Continente, asimismo en Estados Unidos, donde al punto que hacía un siglo que habían empezado a florecer las primeras facultades de Medicina. Y pronto se toparon con un problema: la yerro ineludible de cadáveres.

Conferencia de espécimen

Tanto en el Reino Unido como en ese país, regalado el tabú que suponía la disección del cuerpo humano, los únicos despojos susceptibles de ser utilizados eran los de criminales, vagabundos y, en algunos lugares, suicidas, pues, según la doctrina cristiana, estos cometían un arduo pecado contra el Espíritu Santo. Para muestra, el Nuevo Testamento. ¿Qué catequista se suicidó? El traidor Infiel Iscariote.

The Kiss of Judas (1304–06) de Giotto di Bondone

'El beso de Infiel' (1304-06), de Giotto di Bondone

Dominio sabido

Obcecado como estaba en ser poco más que un médico de pueblo, para Simons la yerro de cadáveres era un problema. Como explicó su colega William James McKnight (1836-1918), sabía que descifrar la espécimen del ser humano era elemental para curarlo. Y así es como tuvo la idea. ¿Por qué no usar el fallecido de Sutherland? Fortachón como era, pensó, sería un magnífico modelo para sus ensayos de espécimen.

El episodio nos lo explica el historiador norteamericano Horace Montgomery, que en un artículo de 1966 titulado "A Body Snatcher Sponsors Pennsylvania’s Anatomy Act" puso en orden la información sobre este caso, un caso que en cada acto se vuelve más surrealista. Mientras los familiares del difunto estaban velándolo en la iglesia, Simons, McKnight y tres colegas más –todos médicos– ya estaban pergeñando su infame plan. Y, regalado que el tiempo y la descomposición jugaban en su contra, decidieron llevarlo a lengua la indeterminación del 31 de octubre.

La indeterminación de los resucitadores

Según nos cuenta Montgomery, no empezó correctamente. A alguno de los médicos se le ocurrió pedir ayuda, apareciendo con un par de tipos que resultó que iban hasta las trancas de whisky. A yerro de falta mejor, y protegidos por la oscuridad, la partida marchó en torno a el cementerio.

Una vez allí, mientras McKnight y otro vigilaban los demás se pusieron a excavar. No lo hicieron muy diligentemente, y cada vez menos a medida que empezaba a desaparecer el intención vigorizante del whisky. Una ámbito, en fin, poco patética y que McKnight debía observar impaciente. Sea como fuere, y contra todo pronóstico, nadie los vio y a las dos de la mañana ya habían descuidado el división con su pillaje.

Podría parecer que los de Brookville no eran más que unos botarates liderados por un pseudo médico dispuesto a inmolar cualquier escrúpulo para satisfacer su presuntuosidad. Para falta. Como explica Montgomery, McKnight era un bisoño de buena grupo educado en las mejores escuelas, y lo mismo podría decirse de sus colaboradores. Encima, con los abriles, el primero acabó siendo senador en el estado de Pensilvania.

Desde luego, lo de Brookville fue una remiendo, pero no una excentricidad. Era un ejemplo de una ejercicio muy extendida, sobre todo en países anglosajones, a lo derrochador de los siglos XVII, XVIII y XIX, de la que no se salvaban, adicionalmente, ni las mejores universidades. ¿Cómo empezó?

Una lámina del libro ‘Anatomia del corpo humano’, de Juan Valverde de Amusco, 1560

Una estampa del vademécum ‘Anatomia del corpo humano’, de Juan Valverde de Amusco, 1560

Dominio sabido / National Library of Medicine

Más allá de Hipócrates

Si hasta ese momento el cuidado de la vitalidad se había basado en la higiene y el mantenimiento del contrapeso que prescribió el incomprensible Hipócrates (c. 460 a. C.-c. 370 a. C.), con el Renacimiento y la Ilustración aquella disciplina se fue sublimando. Aunque heredaban una extensa enciclopedismo farmacológica, había llegado el momento de pasar el maniquí hipocrático en pro de una punto de vista más científica.

Así es como proliferaron las disecciones, aunque eso no significa que ayer no se realizaran. A pesar de lo que diga la inscripción antimedieval, que supone a ese período una cerrazón inherente, lo cierto es que donde sí estuvieron prohibidas fue en la antigua Roma.

Sea como fuere, y como no es lo mismo observar una disección que practicar una, sobre todo en el Reino Unido empezó a crecer exponencialmente la demanda de cuerpos. Tanto, que las facultades de Medicina acabaron acudiendo a los resucitadores (así se denominaban). Lo hicieron sin preguntar demasiado, en una conspiración que fue de las mayores de la historia. Como explica el historiador de la medicina John F. Fleetwood en The Irish Body Snatchers: A History of Body Snatching in Ireland (1988), la ejercicio era considerada un mal necesario.

Ilustración del Teatro Anatómico, un espacio en el que se mostraban disecciones en el siglo XVIII

Ilustración del Teatro Vivo, un espacio en el que se mostraban disecciones en el siglo XVIII

Propias

Y no apto para advenedizos. A diferencia de los inútiles que contrató el doctor Simons en Brookville, en el Reino Unido y EE. UU. había verdaderos equipos de profesionales. Siempre trabajaban con el mismo modus operandi. Protegidos por la indeterminación, y al punto que un par de días a posteriori del funeral, los ladrones irrumpían en el cementerio.

Por supuesto, sabían perfectamente donde se encontraba el fallecido. Algunas veces incluso pagaban a una mujer para que, infiltrada en las honras fúnebres, interpretara el papel de la amiga doliente y así pudiera informar de cualquier posible contratiempo.

¿Cómo saquear una tumba?

Por ejemplo, una pistola-trampa instalada en el féretro, o la colocación de una cubierta de rejas sobre la estela. Sobre todo la última, fueron estrategias muy usadas para evitar el robo de cadáveres. En algunos lugares, incluso llegaron a contratar vigilancia veinticuatro horas. Como en Indianápolis (EE. UU.), donde la actualización de un cementerio impasible reveló que la mayoría de las tumbas habían sido violadas.

Sea como fuere, una vez interiormente el objetivo era robar el cuerpo sin dejar ninguna evidencia. A tal intención, lo más habitual era realizar un agujero hasta la parte superior del cajón (asiduamente a un par de metros de profundidad), y romperlo a palazos. Luego, los ladrones dejaban caer unos garfios con los que tiraban del cuerpo hasta la superficie. Finalmente, y ayer de retornar a tapar el agujero, desnudaban al muerto y volvían a introducir interiormente los ropajes, y, más importante, cualquier objeto de valencia. ¿Por qué?

Para aprovecharse de un hueco lícito que, en el Reino Unido, calificaba la violación de cadáveres como una yerro, en división de un delito. Paradójicamente, lo que sí podía llevarte al calabozo era la sustracción de joyas. Por supuesto, asimismo diseccionar un cuerpo robado. Y es que, en países anglosajones, para entregar un cuerpo a la ciencia era necesaria una sentencia procesal, a menudo tras una condena por un delito haber.

Por eso no era raro ver a los mercaderes de cuerpos merodeando en los juzgados, ¡ayer incluso de la ejecución de la sentencia! Como en el caso del abolicionista John Brown (1800-1859) y sus colaboradores, que en 1859 fueron sentenciados a homicidio por un tribunal de Virginia por iniciar una revuelta antiesclavista. A memorizar lo que pensaría el insuficiente Brown al ver a la Universidad de Virginia y a la Licencia de Medicina de Winchester peleándose por sus despojos aun ayer de ser colgado.

Almáciga de cadáveres

Porque, sí, en esa trama participaron hasta las escuelas más prestigiosas. Valga como ejemplo una lúgubre carta de John Warren (1753-1815), que desde 1782 era profesor de Organismo en Harvard, a un colega de Pensilvania. “Desde la tolerancia de nuestras sesiones, la multitud de la ciudad se ha mantenido tan inusualmente sana que no he sido capaz de conseguir una cuarta parte de los cuerpos que necesitamos para nuestras salas de disección”.

Por ello, y a inicios del siglo XIX, en Nueva Inglaterra se acabó dando la extraña situación en la que algunos alumnos de medicina acabaron ellos mismos robando cuerpos por la indeterminación. Según nos explica la norteamericana Suzanne M. Shultz en Body Snatching: The Robbing of Graves for the Education of Physicians in Early Nineteenth Century America (1992), cuando los vecinos empezaron a improvisar patrullas de vigilancia en los cementerios, el tráfico de Harvard se movió a Nueva York.

John Warren, profesor de Anatomía en Harvard

John Warren, profesor de Organismo en Harvard

Dominio sabido

En esa ciudad, adicionalmente, se produjo en 1788 un incidente que recuerda la parte más infamante de esta historia: su perspectiva étnico. Todo empezó un día de abril de ese año, cuando un agrupación de niños de color jugaba cerca de un hospital neoyorquino.

Aunque hay varias versiones de este incidente, tan mitificado, la más extendida es que uno de ellos se asomó a la ventana de la sala de disección, donde el médico Richard Bayley (1745-1801) diseccionaba el cuerpo de une mujer negra. A parecer, tras percatarse de la presencia del gurí, no se le ocurrió falta mejor que saludarlo con uno de los brazos amputados. Pero, aunque parezca increíble, lo peor caldo a posteriori. Al afinar la olfato, sobre aquella mesa el pequeño reconoció ¡a su propia causa!

Cierta o no, lo cierto es que la historia corrió como la pólvora entre los barrios humildes de Nueva York, lo que acabó sacando a la luz un complot de mucho decano gravedad. Desde hacía algún tiempo, parece que la Universidad de Columbia había estado usando como almáciga dos cementerios exclusivamente para negros, más económicos y a las suburbios de la ciudad. Lo futuro fueron unos disturbios que acabaron con la multitud apedreando el hospital y en los que, empatizando con los manifestantes, la milicia circunscrito se negó a intervenir.

Con las manos en la masa

Y ¿qué hay del caso de Brookville?, ¿tuvo un final similar? Más o menos, y fue enteramente por la fealdad de los ladrones, que ya habían empezado a diseccionar el fallecido cuando se percataron de que los habían cazado. A toda prisa, idearon un plan de fuga en el que uno de ellos debía dejar abierta la puerta del almacén para que, unos minutos a posteriori, otros dos recogieran el fallecido con un carromato. Un plan poco complicado, pero que acordaron porque temían que la presencia de varios médicos merodeando una casa de mañana llamase la atención de alguno.

Acabó dando igual. El primero se olvidó la información, los demás partieron sin el cuerpo y al tercero no se le ocurrió falta mejor que reventar la cerradura. Abierta y sin atender, así quedó la sala de disección hasta que, lógicamente, un vecino entró a curiosear.

Según explica Montgomery, lo que se encontró el adolescente William C. Smith fue una ámbito dantesca. Piernas y brazos extendidos, el cuerpo de Sutherland descansaba sobre una mesa de hielo y con las tripas abiertas. En pocos minutos la casa se llenó de multitud, hasta que alguno se dio cuenta de que se trataba del desgraciado Sutherland.

Anatomy Act, ley británica de 1832 sobre la disección de cadáveres

Anatomy Act, ley británica de 1832 sobre la disección de cadáveres

National Archives / Dominio sabido

¡Al cementerio!, exclamó uno, y la turba se dirigió en torno a allí, donde descubrieron que el féretro estaba hueco. A pesar de que al principio dos jóvenes negros fueron acusados injustamente, el asunto era tan evidente que acabó haciéndose jurisprudencia, si correctamente el castigo fue muy leve. Por su parte, McKnight reconoció su culpabilidad.

Curiosamente, abriles a posteriori, ya como senador, este doctor acabó siendo determinante en la redacción de una ley de espécimen que regulaba el tráfico de cuerpos para destruir con las exhumaciones ilegales, al menos en ese estado. Igualmente en el Reino Unido, y vistos los posesiones negativos de una código restrictiva, en 1832 se aprobó una ley que autorizaba la disección de cuerpos donados voluntariamente, fueran criminales o no.

Y para los que crean que nuestro país se libra de esta historia, ahí está el caso del doctor charro Domingo Sánchez (1860-1947), al que el Ocupación de Ultramar envió a las Filipinas españolas en calidad de fisiatra. Pero, adicionalmente de eso, como con cierta inquina él mismo reconoció en sus memorias, acabó robando cadáveres a las tribus de la isla. Alguno de los cuerpos que mandó a España todavía puede observarse en el Museo Doméstico de Antropología, en Madrid.

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