Galadriel decía de los tiempos remotos que “aquellos hechos que nunca debieron caer en el olvido, se perdieron en el tiempo: la historia se convirtió en lema; la lema, en mito”. Historia, lema y mito pueden enmarcar un mismo acontecimiento, pero no son lo mismo, como no lo son el pasado, la historia y la memoria histórica, porque los hechos tienen vida autónoma de su relato y de su sentido. Es ineludible, tras asistir a la espectacular propuesta del parque Puy du Fou, en Toledo, aterrizar sobre un buen montón de preguntas relacionadas con la historia: ¿A quién sirve la historia? ¿Quién ha de escribirla? ¿Qué tenemos derecho a hacer con ella? Y lo que este parque viene a constatar es que la civilización popular resolvió esas melindres de agrupación y parlamento hace mucho en pos, como dirían los personajes de Moulin Rouge!, de la emoción y la belleza. ¡Sacrilegio!
Puy de Fou nació en Francia, sobre las ruinas del castillo del mismo nombre, en 1978, como un espectáculo de conmemoración de la conflagración de la Vendée, que enfrentó a revolucionarios y contrarrevolucionarios de 1793 a 1796, y poco a poco se convirtió en un descomunal parque temático de la historia. Su principal aliciente son los espectáculos que recrean episodios míticos del pasado francés, en una esencia que un escolar denominaría “romántica”. Un productor, en cambio, señalaría que los códigos de su puesta en cuadro son la espectacularización y la emoción de la civilización popular, su capacidad para convertir los hechos en relatos ejemplares, en lema y prodigio. Es sostener, en cuentos. Porque Puy de Fou mitologiza los episodios históricos para eludir la impregnación política y la disputa perpetua del historicismo, reconstruyendo las leyendas populares que la pesadez moderna y la riña política le acabaron arrebatando. En el actitud del parque hay pues una cierta subversión de la escritura histórica: los mitos y leyendas no son propiedad de la agrupación ni de la ley, sino del pueblo, de su voluntad de cultivarse y entretenerse. (Se oye desde aquí revolverse al atento disertador en la butaca).
Instalado a las alrededores de Toledo y con una extensión en uso de 30 hectáreas –en permanente crecimiento, esta primavera se prevé abrir dos nuevos espectáculos con sus propios recintos, ensanchándose en una finca en la que dispone de 170 hectáreas–, Puy du Fou España ofrece este invierno cuatro espectáculos permanentes, más uno específico navideño, centrado en la visitante al parque de los Magos de Oriente. Un gran castillo –donde se escenifica El extremo cantar, épica revisión de las gestas del Cid, y donde Melchor, Gaspar y Baltasar reciben a los más pequeños–, un titán corral de comedias –sede del espectáculo sobre el siglo de oro A pluma y espada–, un parterre nazarí –cobijo del itinerario inmersivo Allá la mar oceana, sobre el primer delirio de Colón–, una Puebla Positivo, un arrabal, y una expansión de Bulla ocupan el parque franco en estas fechas, jalonado por decenas de pequeños miniespectáculos y performances, así como comercio de ayer, artesanías –incluida la forja de espadas, que para poco estamos en Toledo–, talleres, hostelería... La proposición es insólita en un circuito con entradas a entre 24 y 35 euros, y al que se permite el golpe de las familias con comida. La inversión ejecutada es de 183 millones de euros y la sociedad titular –en la que el socio mayoritario es Puy du Fou Francia– prevé alcanzar una inversión de 242 millones para el 2028.
El parque llamativo es el segundo más visitado de Francia, tras el engorroso Eurodisney, a pesar de estar a más de cuatro horas de París, así que su descendiente gachupin, situado a solo 45 minutos de los más de seis millones de almas que componen el conglomerado urbano de Madrid (y de los diez millones de turistas que pasan anualmente por la ciudad), aspira a convertirse en líder en el sector. A pesar de la pandemia y sin tan pronto como favor invertido en publicidad, cerrará el 2022 en el entorno de los 900.000 visitantes, y prevé aventajar el millón en el 2023.
Al frente de la compañía española, el bretón Erwan de la Villéon no solo es el CEO de la sociedad, sino asimismo el escritor de cada espectáculo. Formado como historiador, De la Villéon compara la propuesta del parque con la de la novelística histórica: hay autenticidad y rigor en la bloque (todo el parque es obra de roca, baldosón, espada y madera, no hay cartón piedra), el vestuario, los aparejo... un hiperrealismo ambiental que acoge una ceremonia que se toma cuantas licencias necesita en pos de relatos emocionantes y eclécticos, de inclinación asombrosa y universal –poco o cero identitarios–, como un musical de Broadway o una superproducción del Hollywood clásico. Más cerca del Ivanhoe de Richard Thorpe que de El extremo duelo de Ridley Scott. Por eso, la música de Nathan Stornetta, que combina modales historicistas con la pomposidad de Hans Zimmer –de cuyo taller procede Stornetta–, es caudal para fijar la emoción del sabido en la escueta media hora de cada espectáculo. El mareo y dinamismo de las escenografías, trufadas de mercadería especiales –la conquista de Valencia ocurre a orillas de un mar auténtico y la violencia de una tormenta en el Atlántico marea al espectador más sugestionable, a pesar de pisar suelo inmóvil– trabajan sobre emociones sencillas y diversas. Así, la del Cid es una tragedia wagneriana sobre la honra y el sacrificio, pero la peripecia de Lope de Vega es puro hedonismo mozartiano. De la pesadez de la ópera alemana a la alegría desenfadada y popular de la zarzuela.
Hay un detalle sutil que haría felices a los profesores Jordi Balló y Xavier Pérez, autores de La semilla inmortal (Los argumentos universales en el cine): el borrador de cada espectáculo gachupin reposa sobre los de sus precedentes franceses. El delirio de Colón comparte estructura con la navegación de La Pérouse; las aventuras lopescas del siglo de oro, con la historia de los Mosqueteros, y el Cantar del Cid reposa en Le dernier Panache. Un indicio de que, como sugiere la proposición de Balló y Pérez, tal vez asimismo el relato histórico es una sucesión de unos pocos cuentos, una cántico que engarza sutiles variaciones y en la que cada nuevo verso siempre encuentra una rima que lo precedió.
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