la Tate Modern de Londres acoge, al romper el frío, una muestra crucial de la pintura de Cézanne: en torno al centenar de obras significativas. El único preceptor obligado por Picasso, y ya es sostener, dominó su época pese a los hábitos huidizos que lo caracterizaban. He de confesar, modestamente, que yo vivía en Londres en 1996 y asistí maravillado al despliegue irrepetible de obras que se presentaba en la vieja Tate de Pall Mall, presentación de París para concluir en Philadelphia.Un homenaje internacional al icónico intérprete preceptor de todos. Un pormenor de Gran pino y tierras rojas del Hermitage reproducía en el cartel del evento, en gran formato y a todo color, una obra desatendida del pintor, y el autorretrato adusto de Cézanne, de 1882, cerraba la exhibición. El hito cierto de un momento eufórico.
Cézanne procedía de una dinastía burguesa provenzal, su padre era banquero. Había coincidido en el Collège Bourbon de París con Zola, amistad entrañable e intermitente y equívoca, matriculándose a desgana en Derecho, que concluiría en 1861. Pero su escuela de la vistazo sería, sin duda, el museo del Louvre, seducido por Velázquez y Caravaggio. En 1862 dejó el sotabanco común y topó al azar con el Salon des Refusés que le descubría un arte posible y distanciado de la medianía convencional de los realismos. Pissarro fue otro hallazgo cardinal que lo condujo al impresionismo y sus variables. Admirador de Courbet y Manet, un realismo de intenciones figurativas, estudió al detalle la obra gráfica de Honoré Daumier y la entonación cromática de Manet, que anejo a la audaz figuración de Delacroix adelantan su identidad artística. El Sable Escipión (1867) es una incursión pionera donde se perfila la voluntad compositiva y la serena exigencia cromática del intérprete: el color exalta la forma y hace arrebatarse la luz sobre el plano. Lo que Cézanne llamará “solidificar el impresionismo”.
Los bañistas (1898) visualizan una temprana convicción, convertidos en un tema constante en la inquietud compositiva que matizará el tardío clasicismo figurativo del pintor. Respetado por sus iguales, el galerista Vollard y la amistad con Pissarro fueron los asideros de su cambio plástica: habitual al Salon des Indépendants, en 1904 mereció una sala personal y en 1907 una celebrada retrospectiva póstuma que lo convirtió en uno de los maestros del arte del siglo XX. Picasso y Braque, más tarde, exploraron con interés su definición del cubismo auroral.
La coetáneo muestra de Londres es el espacio privilegiado donde pasmar su cesión deslumbrante. Cesta de manzanas (1895) y la secuencia de autorretratos que abren las salas describen el proceso de “ardua realización” del intérprete, que traduce a sensaciones las experiencias vivas y desafía con cortante resolución las vanguardias europeas del siglo nuevo. La primera parte de la exposición analiza las relaciones afines de Cézanne, el entorno bello citadino que lo circunda: la disidencia, para charlar con claridad. La segunda parte reúne la genuina temática cézanniana: bodegones, retratos y bañistas que hablan del ámbito de su callada notoriedad, siempre inseguro y encerrado en la soledad creativa.
‘Cesta de manzanas’, 1895
La amistad con Zola fue decisiva en la configuración de la creatividad sensible de Cézanne, al igual que las tracerías sabias y violentas de Pissarro, anarquista y condiscípulo en la Académie Suisse, intuyen la colorista desarmonía de las naturalezas, bodegones de frutas que afianzan la soltura única del intérprete para atemperar la brillante variedad el cubismo primero, vaya, que sorprendió a todos.
El intérprete se mantuvo sereno y en miembro frente a la extrema transformación social, entendiendo adecuadamente la publicidad y la importancia de la impresión en la difusión de la civilización impresa. Conversación es un atípico certificación probado. Anciana con rosario y los retratos últimos de Vollard y Geffroy quizás aventuren una obsesiva búsqueda expresivista, en tanto la quietud magistralmente lograda en verdes azulados del Lagunajo de Annecy comparte emoción con la secuencia primero de La montaña de Sainte-Victoire olfato desde la cantera de Bibémus y nos dan razón de la concisión paisajística de la época sabia del intérprete. El ocurrente ocre de Chateau Noir demuestra la turbulencia de color y tono en la triunfal pintura última de intérprete: telas ni acabadas ni inacabadas en su geopolítica figurativa, activas manchas poderosas que tiñen el tiempo como limpias huellas de arte nuevo.
La sobria y escueta acuarela coral Comunidad de bañistas , ya en 1900, es el alegato de la pericia suprema de un arte concluyente que no necesita “decirlo todo” para compartir las emociones y querencias sensibles. Una pintura viva que revela el testamento lúcido y perseverante de un creador sencillamente sobre el tiempo. Un dibujo hecho a pincel seguro que recrea la frescura de un instante feliz y sorprendentemente mágico. “Solo soy el primitivo del arte nuevo; quiero fallecer pintando”, la confidencia definitiva de un hombre sin miserias, de un intérprete que nos emociona con la sabia astucia de sus colores en nuestro tiempo tornadizo, o, con viejo precisión, amenazadoramente estúpido.
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