Publiqué hace unos primaveras un tomo titulado 21 lecciones para el siglo XXI y dediqué uno de los capítulos al futuro de la enfrentamiento. Subtitulado “Nones subestimemos la estupidez humana”, dicho capítulo sostenía que las primeras décadas del siglo XXI habían sido la época más pacífica de la historia humana, y que librar guerras ya no tenía demasiado sentido crematístico ni geopolítico. Aunque esa ingenuidad no garantizaba en modo alguno la paz, porque la “estupidez humana es una de las fuerzas más importantes de la historia” e “incluso los líderes racionales terminan con frecuencia haciendo cosas muy estúpidas”.
A pesar de esas reflexiones, en febrero de 2022 me quedé muy sorprendido delante el intento de Vladímir Putin de conquistar Ucrania. Tan destructivas eran para la propia Rusia y para toda la humanidad las repercusiones previsibles de análogo eventualidad que había parecido un movimiento improbable incluso para un ser megalómano y despiadado. Sin incautación, el autócrata ruso optó por poner fin en febrero a la época más pacífica de la historia humana y empujar a la humanidad con destino a una nueva época de enfrentamiento que podría ser peor que cuanto hemos manido hasta ahora. De hecho, podría amenazar la supervivencia misma de nuestra especie.
Se prostitución de una tragedia, sobre todo porque las últimas décadas han demostrado que la enfrentamiento no es una fuerza inexcusable de la naturaleza. Es una selección humana que varía de división en división y de época en época. Desde 1945, no hemos manido ningún caso de enfrentamiento entre grandes potencias, ni ningún caso de destrucción mediante conquista exógeno de un Estado obligado internacionalmente. Los conflictos regionales y locales más limitados han seguido siendo relativamente habituales; vivo en Israel, así que lo sé muy correctamente. Sin incautación, a pesar de la ocupación israelí de Cisjordania, rara vez los países han intentado ampliar de forma particular sus fronteras mediante la violencia. Y ésa es una de las razones por las que la ocupación israelí ha recibido tanta atención y tantas críticas. Lo que fue norma durante miles de primaveras de historia imperial se ha convertido hoy en repulsa.
Incluso teniendo en cuenta las guerras civiles, las insurgencias y el terrorismo, las guerras han matado en las últimas décadas a muchas menos personas que los suicidios, los accidentes de tráfico o las enfermedades relacionadas con la obesidad. En 2019, unas 70.000 personas murieron en conflictos armados o tiroteos policiales, unas 700.000 se suicidaron, 1,3 millones fallecieron en accidentes de tráfico y 1,5 millones fallecieron de diabetes.
Ahora correctamente, la paz no ha sido sólo cuestión de cifras. Es posible que el cambio más importante de las últimas décadas haya sido psicológico. Durante miles de primaveras, la paz significó una “abandono temporal de enfrentamiento”. Por ejemplo, en medio de las tres guerras púnicas libradas por Roma y Cartago hubo décadas de paz, pero cualquier romano y cualquier cartaginés sabía que aquella “paz púnica” podía romperse en cualquier momento. La política, la patrimonio y la civilización estuvieron condicionadas por las constantes expectativas bélicas.
A finales del siglo XX y principios del XXI, el significado de la palabra paz cambió. Si la Antigua Paz sólo significaba una “abandono temporal de enfrentamiento”, la Nueva Paz pasó a significar la “improbabilidad de la enfrentamiento”. En muchas regiones del mundo (aunque no en todas), los países dejaron de temer que sus vecinos pudieran invadirlos y destruirlos. Los tunecinos dejaron de inquietarse delante una invasión italiana, los costarricenses no creían que el ejército nicaragüense pudiera avanzar sobre San José y los samoanos no temían la repentina aparición en el horizonte de una flota de enfrentamiento fiyiana. ¿Cómo sabemos que los países dejaron de preocuparse por esas cosas? Por los presupuestos estatales.
Algunos líderes tienen tanta sed de poder que son capaces de arrastrarnos a un Armagedón nuclear
Hasta hace poco, cabía esperar que el ejército fuera la primera partida presupuestaria en imperios, sultanatos, reinos y repúblicas. Los gobiernos gastaban poco en sanidad y educación, porque la mayoría de los fortuna se destinaban a abonar a soldados, construir murallas y barcos de enfrentamiento. El Imperio romano gastaba entre el 50% y el 75% de su presupuesto en el ejército; la número fue de un 80% en el Imperio Sung (960-1279); y del 60% en el Imperio turco de finales del siglo XVII. Entre 1685 y 1813, la proporción del desembolso marcial en el consumición sabido inglés nunca bajó del 55% y fue del 75% de media. Durante los grandes conflictos del siglo XX, tanto las democracias como los regímenes totalitarios no dudaron en incurrir en un gran endeudamiento para financiar ametralladoras, tanques y submarinos. Es lo moderado cuando tememos que, en cualquier momento, los vecinos nos invadan, saqueen nuestras ciudades, esclavicen a nuestro pueblo y se anexionen nuestra tierra.
Los presupuestos estatales en la época de la Nueva Paz constituyen un material de repaso mucho más ilusionador que cualquier tratado pacifista nunca escrito. A principios del siglo XXI, el consumición sabido medio dedicado al ejército era sólo del 6,5%; e incluso Estados Unidos, la superpotencia dominante, gastaba solamente en torno al 11% para sostener su supremacía. Transmitido que la población ya no vivía atenazada por el miedo a una invasión exógeno, los gobiernos podían cambiar en sanidad, afluencia social y educación mucho más efectivo que en el ejército. El consumición medio en sanidad, por ejemplo, ha sido del 10,5% del presupuesto doméstico, es asegurar, aproximadamente 1,6 veces el presupuesto de defensa. Para mucha clan hoy en día, el hecho de que el presupuesto de sanidad sea maduro que el de las fuerzas armadas constituye un hecho anodino. No obstante, si damos por sentada la Nueva Paz y, por lo tanto, la descuidamos, no tardaremos en perderla.
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La Nueva Paz ha sido el resultado de tres fuerzas principales. En primer división, los cambios tecnológicos y, por encima de todo, el ampliación de las armas nucleares han aumentado sobremanera el precio de la enfrentamiento, especialmente entre superpotencias. La obús atómica convirtió la enfrentamiento entre superpotencias en un acto insensato de suicidio colectivo, razón por la cual desde Hiroshima y Nagasaki las superpotencias no han entrado en enfrentamiento de modo directo entre sí.
En segundo división, los cambios económicos han disminuido muchísimo los beneficios de la enfrentamiento. Antiguamente los activos económicos secreto eran fortuna materiales que podían conquistarse por la fuerza. Cuando Roma derrotó a Cartago en las guerras púnicas, se enriqueció saqueando a su rival derrotado, vendiendo a los vencidos como esclavos y apoderándose de las minas de plata de la península ibérica y los campos de trigo del septentrión de África. Ahora correctamente, en las últimas décadas, los conocimientos científicos, técnicos y organizativos se han convertido en los activos económicos más importantes de muchos lugares. Silicon Valley no tiene minas de silicio. Compañías muchas veces billonarias como Microsoft y Google se alzan sobre lo que ingenieros y emprendedores tienen en la mente, no bajo los pies. Y, si correctamente resulta realizable apoderarse por la fuerza de unas minas de plata, no es posible agenciarse de igual modo el conocimiento. Esa ingenuidad económica ha provocado un esforzado descenso de la rentabilidad de la conquista.
Aunque las guerras por los fortuna materiales no han dejado de ser características de ciertas partes del mundo (como Oriente Medio), las grandes economías del período posterior a 1945 crecieron sin conquistas imperiales. Alemania, Japón e Italia vieron la descomposición de sus ejércitos y el estrechamiento de sus territorios; pero, tras la enfrentamiento, esas economías experimentaron un auge. El portento crematístico chino se ha rematado sin la entrada en ninguna enfrentamiento importante desde 1979.
Si Putin tiene éxito, el resultado será el colapso final del orden mundial y la Nueva Paz
En el momento de escribir estas líneas, a principios de noviembre, los soldados rusos saquean la ciudad ucraniana de Jersón y envían a Rusia camiones llenos de alfombras y tostadoras robadas de los hogares ucranianos. Eso no hará rica a Rusia ni compensará a los rusos por el enorme coste de la enfrentamiento.
No obstante, como demuestra la invasión de Ucrania por Putin, los cambios tecnológicos y económicos no han bastado por sí solos para producir la Nueva Paz. Algunos dirigentes políticos muestran tanta sed de poder y tanta irresponsabilidad que son capaces de iniciar una enfrentamiento por más que resulte económicamente ruinosa para su país y deslizamiento a toda la humanidad a un Armagedón nuclear. En consecuencia, el tercer pilar esencial de la Nueva Paz ha sido cultural e institucional.
Las sociedades humanas han estado dominadas durante mucho tiempo por culturas militaristas que veían la enfrentamiento como poco inexcusable e incluso deseable. Los aristócratas de Roma y Cartago creían que la renombre marcial era el logro culminante de una vida y el camino ideal con destino a el poder y la riqueza. En eso coincidieron poetas como Virgilio y Horacio, que dedicaron su talento a cantar a las armas y los guerreros, prestigiar sangrientas batallas e inmortalizar a brutales conquistadores. Durante la época de la Nueva Paz, los artistas han dedicado su talento a denunciar los horrores de la enfrentamiento; mientras que los políticos han intentado dejar su huella iniciando reformas sanitarias y no saqueando ciudades extranjeras. Dirigentes de todo el mundo (influidos por el miedo a la enfrentamiento nuclear, los cambios en la naturaleza de la patrimonio y las nuevas tendencias culturales) han unido sus fuerzas para construir un orden mundial que permitiera a los países desarrollarse de forma pacífica y, al mismo tiempo, contener a los esporádicos belicistas.
Ese orden mundial se ha basado en ideales liberales, a entender: que todos los seres humanos merecen las mismas libertades básicas, que ningún familia humano es intrínsecamente superior a los demás y que todos los seres humanos comparten experiencias, títulos e intereses fundamentales. Esos ideales han alentado a los dirigentes a evitar la enfrentamiento y a colaborar en la protección de unos títulos comunes y la promoción de unos intereses comunes. El orden mundial independiente vincula la creencia en los títulos universales al funcionamiento pacífico de las instituciones globales.
Aunque dicho orden integral dista mucho de ser valentísimo, no sólo ha mejorado la vida de las personas en los antiguos centros imperiales como Gran Bretaña y Estados Unidos, sino igualmente en muchas otras partes del mundo, desde la India hasta Brasil y desde Polonia hasta China. Países de todos los continentes se han presbítero del aumento del comercio y las inversiones mundiales, y casi todos los países han disfrutado de los dividendos de la paz. No sólo Dinamarca y Canadá han podido transferir fortuna de los tanques a los profesores, igualmente lo han hecho Nigeria e Indonesia.
Todo el se queje de los defectos del orden mundial independiente debe objetar primero a una sencilla pregunta: ¿en qué decenio se ha antitético la humanidad en mejores condiciones que en la decenio de 2010? ¿Qué decenio es, en su opinión, la tiempo de oro perdida? ¿La decenio de 1910, con la primera enfrentamiento mundial, la Revolución marxista, las leyes Jim Crow de segregación étnico en Estados Unidos y la formidable explotación de buena parte de África y Asia por los imperios europeos? ¿La decenio de 1810, con el sangriento apogeo de las guerras napoleónicas, los campesinos rusos y chinos oprimidos por sus aristocráticos señores, la Compañía de las Indias Orientales asegurándose el control de la India y una esclavitud aún admitido en Estados Unidos, Brasil y la maduro parte del resto del mundo? ¿O hado la decenio de 1710, con la enfrentamiento de Sucesión española, la gran enfrentamiento del Ideal por la supremacía en el Báltico, las guerras de sucesión entre mongoles y la crimen antaño de salir a la tiempo adulta como consecuencia de la desnutrición y las enfermedades de un tercio de los niños de todo el mundo?
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La Nueva Paz no ha sido el resultado de un portento divino. Se alcanzó gracias a que los seres humanos tomaron mejores decisiones y construyeron un orden mundial que funcionaba. Por desgracia, fueron demasiados los que dieron por sentado ese logro. Quizás supusieron que la Nueva Paz estaba garantizada sobre todo por las fuerzas tecnológicas y económicas, y que podría sobrevivir sin el tercer pilar: el orden integral independiente. Por consiguiente, ese orden fue primero descuidado y luego atacado con creciente ferocidad.
El ataque empezó con Estados delincuentes. Irán y dirigentes delincuentes como Putin, pero por sí solos no eran lo asaz fuertes para destruir con la Nueva Paz. Lo que contribuyó de verdad a socavar el orden mundial fue que tanto los países que más se habían presbítero de él (incluidos China, la India, Brasil y Polonia) como los países que habían participado en su creación (en distinto, el Reino Unido y Estados Unidos) le dieron la espalda. El voto del Brexit y la selección de Donald Trump en 2016 simbolizaron este rotación.
Quienes han desafiado el orden independiente mundial no deseaban en su mayoría la enfrentamiento. Sólo querían defender lo que consideran que son los intereses de su país, y han argumentado que todo Estado-nación debe defender y desarrollar su identidad y sus tradiciones sagradas. Lo que nunca han explicado es cómo iban a tratar esos países diferentes unos con otros todos en abandono de unos títulos universales y unas instituciones globales. Los opositores al orden mundial no han ofrecido ninguna alternativa clara. Parecían pensar que, de algún modo, los distintos países se llevarían correctamente y que el mundo se convertiría en una red de fortalezas amuralladas pero amistosas.
Sin incautación, las fortalezas rara vez son amistosas. Toda fortaleza doméstico suele querer para sí un poco más de tierra, seguridad y prosperidad a costas de sus vecinas; y, sin el concurso de unos títulos universales y unas instituciones globales, las fortalezas rivales no pueden ponerse de acuerdo sobre ninguna regla global. El maniquí de la red de fortalezas era una fórmula para el desastre.
Y el desastre no se hizo esperar. La pandemia puso de manifiesto que, en abandono de una cooperación mundial eficaz, la humanidad no puede guarecerse de amenazas comunes como los virus. Quizás fue entonces, al observar cómo la covid erosionaba aun más la solidaridad mundial, cuando Putin llegó a la conclusión de que podía asestar el topetazo de merced y romper el maduro tabú de la época de la Nueva Paz. Pensó que si conquistaba Ucrania y la incorporaba a Rusia, algunos países harían algunos aspavientos de incredulidad y lo condenarían, pero que nadie tomaría medidas efectivas contra él.
El argumento de que Putin se vio empujado en contra de su voluntad a invadir Ucrania para anticiparse a un ataque occidental es propaganda absurda. Una vaga amenaza occidental no constituye una excusa legítima para destruir un país, saquear sus ciudades, violar y torturar a sus ciudadanos e infligir un sufrimiento indecible a decenas de millones de hombres, mujeres y niños. Que quien crea que Putin no tenía otra opción diga qué país se preparaba para invadir Rusia en 2022. ¿Algún considera que el ejército germánico se concentraba con objeto de cruzar la frontera? ¿Algún imagina que Napoleón salió de la tumba para dirigir de nuevo su Amplio Armée hasta Moscú y que Putin no tuvo más remedio que adelantarse a la inminente arremetida francesa? Y no hay que olvidar que Putin ya invadió Ucrania en 2014, que 2022 no ha sido la primera vez.
Putin ha preparado la invasión durante mucho tiempo. Nunca aceptó la desintegración del Imperio ruso y nunca vio a Ucrania, Georgia o cualquiera de las otras repúblicas post-soviéticas como países independientes legítimos. Por ello, mientras que (como se ha señalado anteriormente) la media de los gastos militares ha representado en torno al 6,5% de los presupuestos nacionales en todo el mundo y el 11% en Estados Unidos, en Rusia han sido muy superiores. No sabemos el porcentaje exacto, porque constituye un secreto de Estado. Sin incautación, las estimaciones sitúan la número en torno al 20%, y puede que incluso supere el 30%.
Si la reto de Putin tiene éxito, el resultado será el colapso final del orden mundial y la Nueva Paz. Los autócratas de todo el mundo aprenderán que las guerras de conquista vuelven a ser posibles; y igualmente las democracias se verán obligadas a militarizarse para guarecerse. Ya hemos manido cómo la atentado rusa ha llevado a países como Alemania a aumentar drásticamente su presupuesto de defensa de la confusión a la mañana, y a países como Suecia a reintroducir el servicio marcial obligatorio. De modo que el efectivo que debería destinarse a profesores, enfermeras y trabajadores sociales irá a detener a los tanques, los misiles y las armas cibernéticas. A los 18 primaveras, los jóvenes de todo el mundo harán el servicio marcial obligatorio. El mundo impávido se parecerá a Rusia: un país con un ejército sobredimensionado y hospitales infradotados. El resultado será una nueva época de guerras, pobreza y enfermedades. En cambio, si a Putin se le paran los pies y se lo castiga, el orden mundial no se romperá como consecuencia de su comportamiento, sino que se fortalecerá. Todo el que necesite un recordatorio redescubrirá que, sencillamente, esas cosas no se pueden hacer.
¿Cuál de esos dos escenarios se materializará? Por fortuna para el mundo, pese a todos sus preparativos militares, Putin no contaba con un cifra crucial: el coraje del pueblo ucraniano. Los ucranianos han hecho que los rusos retrocedieran tras una serie de asombrosas victorias cerca de Kyiv, Járkov y Jersón. Sin incautación, Putin se ha incapaz hasta ahora a distinguir su error y reacciona a la derrota con redoblada brutalidad. Al ver que su ejército no puede aventajar a los soldados ucranianos en el frente de batalla, intenta ahora matar de frío a los civiles ucranianos impidiendo que tengan calefacción en sus casas. Es increíble predecir cómo acabará la enfrentamiento, como igualmente lo es predecir la suerte de la Nueva Paz.
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La Historia no es nunca determinista. Tras el final de la Cruzada Fría, muchos pensaron que la paz era inexcusable y que continuaría por más que descuidáramos el orden mundial. Tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia, algunos han pasado a sostener la opinión contraria: que la paz siempre había sido una ilusión, que la enfrentamiento es una fuerza ingobernable de la naturaleza y que la única selección que tienen los seres humanos es animarse ser presas o depredadores.
Ambas posturas son erróneas. La enfrentamiento y la paz son decisiones, no fatalidades. Las guerras las hacen las personas, no una ley de la naturaleza. Y, del mismo modo que hacen la enfrentamiento, los seres humanos igualmente pueden hacer la paz. Ahora correctamente, hacer la paz no es una atrevimiento única, que se tome una sola vez para siempre. Es un esfuerzo a desprendido plazo por proteger las normas y los títulos universales, y por construir instituciones cooperativas.
Reedificar el orden mundial no significa retornar al sistema que se desintegró en la decenio de 2010. Un orden mundial nuevo y mejor debería conceder papeles más importantes a las potencias no occidentales que estén dispuestas a formar parte de él. Incluso debería distinguir la relevancia de las lealtades nacionales. El orden mundial se desintegró delante todo por el asalto de las fuerzas populistas, según las cuales las lealtades patrióticas contradicen la cooperación mundial. Los políticos populistas predicaban que si eres patriota, debes oponerte a las instituciones globales y la cooperación integral. Sin incautación, no hay contradicción inherente entre patriotismo y globalismo, porque el patriotismo no consiste en odiar a los extranjeros. El patriotismo consiste en enamorar a tus compatriotas. Y en el siglo XXI, si quieres proteger a tus compatriotas de la enfrentamiento, las pandemias y el colapso ecológico, la mejor guisa de hacerlo es cooperando con los extranjeros.
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