En el siglo XVI unos 60 millones de bisontes campaban por las llanuras de lo que hoy son los Estados Unidos. Popularmente se les conoce como búfalos, aunque son bóvidos de familias y regiones distintas: los bisontes son originarios de América (Bison bison) y de Europa (Bison bonasus); los búfalos, de África (Syncerus caffer) y de Asia (Bubalus bubalis). En 1884 casi se extinguen en América: escasamente llegaron a citarse unos 300.
Los bisontes no fueron los únicos que casi se funden como la cocaína en primavera. Incluso los aborígenes que vivían de su carne, de su piel, de sus tendones (con los que hacían cuerdas para arcos) e incluso de sus vejigas (que convertían en cantimploras). Para los indios, el bisonte era como el repugnante para nosotros: lo aprovechaban todo. La desaparición de los rebaños fue el tiro de amnistía para ellos, en exclusivo para sioux o lakotas.
Pocas películas sumario mejor esa catástrofe que Bailando con lobos, de 1990, dirigida y protagonizada por Kevin Costner. En la espectáculo inolvidable que se reproduce hacia lo alto, el teniente Dunbar y sus amigos sioux (en la novelística flamante, de Michael Blake, son comanches) descubren una pradera repleta de cadáveres desollados. La carne se pudría al sol porque los cazadores blancos solo querían las pieles y las lenguas, un manjar.
Esas matanzas indiscriminadas fueron reales. Miles de reses fueron abatidas en un solo día. Su caza fue un armas de aniquilamiento, de conquista. A veces los viajeros disparaban a los animales desde las ventanas del ferrocarril. Las consecuencias fueron desastrosas para los últimos nativos americanos libres, condenados irremisiblemente a obedecer de los suministros de las reservas y a despedirse de su forma tradicional de vida.
Las cacerías industriales fueron, por otra parte de un negocio para la industria peletera, la mejor forma de controlar a los indios. “Mata a todos los bisontes que puedas. Cada bisonte muerto es un indio menos”, dijo en 1867 el coronel Richard Irving Dodge (en sinceridad, dijo “búfalos”: eran los tiempos de Buffalo Bill, el jinete del Pony Express, cazador profesional y patrón de circo que contribuyó a asentar la confusión léxica).
La destreza acabamiento de las manadas demostró una vez más los perjuicios del hombre cuando juega a ser Todopoderoso. Los ejemplos son innumerables. Un iluminado Mao Zedong (o Mao Tse Tung) tuvo la brillante idea de ordenar el exterminio de los gorriones durante el Gran Brinco Delante en China para preservar las cosechas. Fue peor el remedio que la enfermedad: la marcha de las aves propició el aumento de los insectos y las plagas.
La paulatina marcha de los bóvidos salvajes en las grandes llanuras además provocó un cataclismo. Condenó a los pueblos libres a confinarse en reservas y liberó enormes extensiones de tierra para la agricultura y la manada de los invasores. Las praderas, sin retención, eran un medio ecológico frágil. A equivocación de sus presas naturales, los lobos multiplicaron sus ataques a los seres humanos y al rebaño doméstico.
Por otra parte, además la última frontera, ese océano verde interminable, se resintió de la repentina escasez de estiércol, que tanto beneficiaba al faja vegetal. Pero la suerte estaba echada. Los bisontes, la pulvínulo de la dieta de innumerables pueblos durante un tiempo inmemorial, desaparecían con más presteza a medida que avanzaba el ferrocarril. Y el tren avanzaba muy rápido. Las costas este y oeste se unieron en 1869.
George Catlin (1796-1872) viajó entre 1830 y 1839 por toda América y conoció a muchas tribus que estaban en su apogeo, como los comanches que vivían libres en lo que hoy es Texas. Sus cuadros, algunos de los cuales se reproducen en este reportaje, y sus escritos son documentos excepcionales con el energía de las aventuras decimonónicas y el certificación de un pasado irrepetible. Resultan muy recomendables los dos volúmenes de su Vida entre los indios (editorial Olañeta).George Catlin
El común Sherman dejó un infausto retentiva en el Sur por su política de mano dura y tierra quemada durante la aniquilamiento de Cisma. Una novelística excelente de E. L. Doctorow recrea ese episodio, La gran marcha (Roca). Sherman decía en 1883 que el éxito contra los indios en el Oeste dependía más del tren que de los esfuerzos del ejército. Matar bisontes era un divertimento para los pasajeros del nuevo ferrocarril transcontinental.
Los viajeros “no tenían más que brindar la ventanilla, emerger el rifle y exigir el percusor”, explica el biólogo Alex Richter-Boix en El primate que cambió el mundo (Geoplaneta). Triste final para unos seres que pueden pesar 900 kilos de peso y evaluar 1,8 metros hasta la chepa, por otra parte de valer a 55 km/h, aunque eso no les libraba de las matanzas ferroviarias al buen tuntún. Morían por divertimento, por la piel y por sus huesos.
William Frederick Cody se ganó a pulso su sobrenombre de Buffalo Bill cuando aseguró favor matado 4280 bisontes en 18 meses para impulsar a los trabajadores del Kansas Pacific. El maestro en castellano tiene a su resonancia la edulcorada y exagerada confesiones de este personaje, Mi vida en las praderas (Olañeta), pero incluso admitiendo las fantasmadas del autor cerca de concluir que cazó miles de ejemplares.
Primaveras posteriormente, hasta los restos de aquellos animales se aprovecharon. Cuando era evidente que las grandes monterías del pasado tenían los días contados, los cazadores regresaron a las llanuras para reunir los cráneos y huesos de las majestuosas criaturas que habían despellejado y dejado pudriéndose al sol. Los despojos fueron enviados a las fábricas de la costa atlántica para que los pulverizaran y convirtieran en fertilizante.
El National Museum of the American Indian, dependiente del Smithsonian, sostiene que “durante el siglo XIX Estados Unidos fomentó la caza masiva de bisontes como táctica de aniquilamiento contra las tribus de las grandes llanuras”. Las matanzas desarbolaron a muchos pueblos indígenas que consideraban a estos animales “parientes que les proporcionaban todo lo necesario para su vigor física, cultural y espiritual”.
Con la pérdida del bisonte, “los lakotas no solo perdieron una fuente crucial de alimento, sino una forma de vida”, explica el museo. En los últimos primaveras los descendientes de aquellos indios luchan por recuperar lo que llaman la Nación del Bisonte. La Intertribal Bison Cooperative, una estructura indígena sin actitud de beneficio, reintroduce el bisonte en sus antiguos señoríos, como una forma de recuperar las culturas nativas... y su dieta.
La dorso de este ser totémico tiene una resistente carga simbólica. Esta entidad mantiene en la hogaño un torada de 15.000 ejemplares (del total de 350.000 que quedan en el país, aunque solo el 10% vive en estado salvaje). “La destrucción de las manadas y la devastación que ello supuso para los pueblos indios fue la más dañina de todas las políticas federales hasta la aniversario”, denuncia la Intertribal Bison Cooperative.
Otras organizaciones y empresas se dedican a la cría de bisontes. Los estadounidenses consumen unos 450.000 kilos de esta carne al mes. Las comunidades nativas tratan de renovar y revitalizar sus alimentos originales, pero no todas lo pueden hacer fácilmente porque algunos de sus capital tradicionales han desaparecido casi por completo. La Nación del Bisonte estuvo a punto de volatilizarse, pero por fortuna ha regresado.
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