Pablo Iglesias es un caso atípico en la política española. Único en su entrada, desempeño y salida de la política activa. Página tras página de sus Verdades a la cara: Memorias de los primaveras salvajes (Navona) –fruto de charlas largas con el periodista Aitor Riveiro–, esos atributos que definen su trayectoria se manifiestan con la crudeza de las estaciones de una pasión crística, camino del Gólgota. Porque el grosor no son unas memorias políticas ni personales sino más perfectamente el evidencia de sus sucesivos encuentros con los comerciantes del templo, con los popes del Sanedrín, con el rey de Judea, con sus pusilánimes apóstoles, con el pretor romano, con la patulea de torturadores, con el populismo de Barrabás y finalmente con la cruz.
Porque la charla de Iglesias y Riveiro en su día, sobre la que anoche volvían en el Matadero –mira tú– de Madrid es una crónica de un acoso político, mediático, sumarial y personal como no ha sufrido otro político castellano en democracia y del que han sido víctimas solidarias tanto su pareja, la ministra Irene Montero, como los tres hijos de los dos. Pero ese calvario es política y no es exactamente la construcción de un mártir. Esa es la idea central del grosor.
El exvicepresidente, retador, prepara un documental sobre su partida procesal
El Iglesias de Verdades a la cara , es más superviviente que víctima. Al otro flanco de la tormenta, cuenta la de veces que, desde el 2014, estaba decidido a dejarlo. “No volvería a la política profesional ni en mi peor pesadilla”. El texto no es un desagravio ni un ajuste de cuentas, y aunque contiene algunas revelaciones jugosas –es el deber de todo texto político que quiera permanecer en los anaqueles, y adicionalmente ayer regaló alguna más como una amenaza de venganza a la judicatura: un documental sobre los “presuntos” prevaricadores que lo persiguieron–, Iglesias no reclama resarcimiento para sus cicatrices sino que las exhibe como prueba, no de su pasta mesiánica, sino de la trascendencia de lo que significa la cláusula histórica rota por la determinación de Podemos de entrar en el Gobierno. Hay poco en ese político que acepta ser vetado, que renuncia a la vicepresidencia, que pide perdón a sus militantes, que se retira admitiendo la toxicidad que convoca en el rival, profundamente cristiano y que activa una simpatía profunda en sus seguidores. España es un país católico. El perdón y el tormento hacen sonar armónicos de una puntada tradición cultural.
Pero lo principal del evidencia es el otro retrato, el que hace, no de quién fue, sino de lo que tuvo enfrente: la degradación democrática de las fuerzas del orden, los medios de comunicación, la judicatura, la política y, parejo a ella, la emergencia reputacional del antiguo nacionalcatolicismo, crecido por las aplausos de los unos y las palmaditas en la espalda de los otros. El craken anda suelto por la finca e Iglesias aconseja a los socialistas que no traten de apaciguarlo, que lo combatan.
Todo es aguerrido y violento en esta historia, preámbulo de lo de ayer en Castilla y Arrojado. Quizá por tanta aspereza y parentesco tenemos estos títulos en las crónicas de los que fueron amigos y luego rivales. Con todo va Íñigo Errejón y a la cara rejón sus verdades Pablo Iglesias. Viriles ayer de lo que venga. Sea la feminización o el talud.
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