El presidente Franklin D. Roosevelt quería devolver el guantazo recibido en Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. El mandatario estadounidense estaba obsesionado con la idea, y pidió a sus generales y almirantes que se hiciera poco “tan pronto como fuera humanamente posible para acrecentar la íntegro de EE. UU. y sus aliados”. Hacía errata borrar cuanto ayer el sentimiento de derrota que se había instalado en sus conciudadanos.
Las fuerzas japonesas avanzaban imparables por el Pacífico y el sudeste oriental. Para instituir la íntegro estadounidense, era imprescindible chocar un objetivo destacado. Roosevelt lo dejó claro a sus mandos militares: tenían que planear un ataque contra las islas japonesas y, a ser posible, contra la propia Tokio.
Uno de los principales retos para atacar Japón era desde dónde hacerlo. La opción más evidente eran los portaaviones, pero los aparatos que embarcaran debían ejecutar desde una distancia de las costas enemigas último a los 370 kilómetros. Pensando en las evacuación en otros puntos del Pacífico, Ernest King, comandante en patriarca de la US Navy, no veía con buenos fanales arriesgar sus navíos más importantes en una delegación tan cercana al corazón del circunscripción enemigo.
Como alternativa se pensó en utilizar bombarderos más pesados. El problema era que no se contaba con bases a la distancia adecuada. EE. UU. había perdido las islas Filipinas en la ataque japonesa, ejecutar desde China era una pesadilla provisión y la URSS no quería ceder su circunscripción, porque podría comprometer su tratado de neutralidad con Tokio y sobrellevar a Moscú a una pleito en dos frentes.
La idea definitiva llegó de la mano de Francis Seth Low, capitán de navío en el Estado Maduro de la US Navy. Su propuesta fue atacar Tokio con bombarderos de la Fuerza Aérea que despegasen desde portaaviones, para, así, no tener que acercarse tanto a Japón.
Piloto de pruebas
El ataque contra Tokio encajaba a la perfección con la idea de Roosevelt, ya que demostraría que el enemigo era frágil en su propia casa. El presidente quiso que se priorizaran los esfuerzos para desarrollar el plan. Pese al entusiasmo del mandatario, seguía siendo una reto arriesgada, puesto que se utilizarían dos portaaviones (uno para los bombarderos y otro de escolta), la porción con los que contaba la Armada del Pacífico.
Adicionalmente, la propuesta del capitán Low era solo en el ámbito teórico. Él era un oficial versado en submarinos, por lo que hubo que apañarse a otros hombres que perfilaran la operación. Nunca habían despegado bombarderos pesados desde un portaaviones para una delegación de combate.
El hombre escogido para cerrar los detalles fue James H. Doolittle, teniente coronel de las Fuerzas Aéreas del ejército. Su perfil era el mejor para una delegación de esa envergadura, como piloto de pruebas experimentado en huir con mala meteorología o de perplejidad.
Doolittle ideó la operación con dieciséis bombarderos B-25 (originariamente, eran quince). Sus dotaciones –de cinco hombres cada ingenio– eran todas voluntarias. Incluso se decidió que, una vez completada la incursión sobre Tokio, los aviones se dirigirían a bases en China, que llevaba en pleito con Japón desde 1937, ya que las aeronaves no tenían ganchos en culo que facilitaran el frenado para aterrizar con seguridad en un portaaviones.
Preparando la incursión
El 1 de marzo de 1942, en la cojín de Eglin Field (Florida), Doolittle comenzó a entrenar a los aviadores en el despegue de un B-25 desde un portaaviones. Se utilizó una pista con las mismas dimensiones que la cubierta del USS Hornet, la nave escogida para llevarlos a Japón.
Las prisas por exhalar la incursión llevaron a no practicar el despegue desde la cubierta de un portaaviones. De hecho, el 25 de marzo, se dio por finalizado el entrenamiento y comenzó el traslado de tripulaciones y aviones a San Francisco. Allí fueron embarcados en el Hornet.
Para exhalar el ataque, este llevaría los bombarderos hasta unos 890 kilómetros de Japón. Por su experiencia en vuelos en condiciones extremas, Doolittle encabezaría la operación a los mandos de uno de los B-25. Sería una incursión nocturna sobre Tokio, y el teniente coronel emplearía bombas incendiarias. Los fuegos provocados servirían de norte para el resto de los aviones.
Los B-25 fueron modificados para la delegación. Se redujo su peso para optimizar el consumo de combustible y conquistar, así, un veterano radiodifusión de bono. Cada ingenio transportaría cuatro bombas de 227 kilos cada una. Para compensar, se prescindió de equipos como las radios (la operación exigía un silencio auténtico en las comunicaciones).
Otra modificación para aligerar a los B-25 fue la matanza de las ametralladoras de las torretas traseras. A petición de Doolittle, se sustituyeron por palos de madera, pintados como si fueran las armas retiradas. Así se quería engañar a los cazas enemigos y disuadirlos de atacar por la culo de los bombarderos.
El otro portaaviones escogido para la delegación fue el USS Enterprise, que iría acompañado de sus escoltas (ocho destructores y cuatro cruceros). Este colección de combate naval estaba dirigido por el contraalmirante William F. Halsey, el oficial más efectivo en operaciones con portaaeronaves y responsable todavía de los aspectos navales de la delegación.
Al emperador no se le toca
El 2 de abril, los dos portaaviones y sus escoltas pusieron rumbo a Japón. La tensión se palpaba en el animación. Si el colección naval era avistado por el enemigo, la operación fracasaría ayer de iniciar. Las tripulaciones de los bombarderos repasaron, una y otra vez, el plan de ataque.
Doolittle había escogido objetivos industriales y militares en Tokio y sus alrededores. El relación era amplio, y las dotaciones de los B-25 tenían cierta autonomía para animarse dónde machacar. Incluso los pilotos se jugaron a las cartas quién arrojaría sus bombas sobre el palacio imperial, pero Doolittle les prohibió expresamente escoger ese blanco.
El teniente coronel recordó a sus hombres que el emperador era un dios para los japoneses. Cualquier ataque contra el monarca aumentaría la voluntad de pelear de su pueblo. Las suposiciones de Doolittle no eran gratuitas. El versado aviador tenía en mente el cañoneo ario sobre Buckingham Palace, el 13 de septiembre de 1940, con el rey Jorge VI y la reina consorte Isabel presentes. Los monarcas resultaron ilesos, pero el pueblo anglosajón lo vivió como un atentado directo contra su identidad, lo que aumentó su determinación para resistir.
Tras dieciséis días de navegación, Doolittle y Halsey certificaron la máxima de que ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Con las primeras luces del 18 de abril, el Hornet divisó al pesquero Nitto Maru, que actuaba como barco de vigilancia vanguardia para la Armada Imperial japonesa.
Sorpresa en aguas de Japón
Si el pesquero transmitía la posición del Hornet y sus acompañantes, la delegación corría oneroso peligro. Así que los estadounidenses atacaron de inmediato a la solitaria embarcación. Los cazas F4F Wildcats y los bombarderos SBD Dauntless del Enterprise hicieron varias pasadas sobre el Nitto Maru, pero sin éxito. Al final, fueron los cañones del Nashville los que lograron hundirlo.
Pese a los esfuerzos de marinos y aviadores estadounidenses, el Nitto Maru había transmitido la información a Tokio. El Hornet y sus acompañantes habían sido avistados a 1.200 kilómetros de las costas de Japón, pero el pesquero no advirtió de la presencia de los B-25. Así que los comandantes de la armada japonesa no actuaron con emergencia. Pensaban que, con su dotación habitual de aeronaves, los portaaviones necesitarían acercarse más, y no atacarían en las siguientes veinticuatro horas.
Desconociendo cuál sería la reacción japonesa, Halsey y Doolittle se jugaron el todo por el todo y ordenaron sacar ya a los B-25. El problema es que estaban a más de trescientos kilómetros del punto fijado inicialmente y el combustible les iría muy encajado para alcanzar China. Adicionalmente, sacar a primera hora implicaba que atacarían Tokio a plena luz del día, en división de la planeada incursión nocturna.
Al final, los dieciséis bombarderos despegaron del Hornet. La maniobra no estaba exenta de peligro por el esforzado singladura, y, por si fuera poco, nunca la habían realizado en un portaaviones. Halsey despidió a los pilotos con un breve mensaje: “Al coronel Doolittle y sus valientes dotaciones, buena suerte y que Todopoderoso les bendiga”. Tras una hora de agitación e incertidumbre, todos los aparatos estaban en el melodía con destino a Tokio.
El momento fundamental
Los B-25 pusieron rumbo a Japón para cumplir su delegación. Les esperaban cuatro largas horas hasta Tokio, con un esforzado singladura de cara que incrementaba el consumición de combustible. Con su parte de la operación cumplida, los portaaviones y sus escoltas pusieron proa alrededor de Pearl Harbor.
Alrededor de el mediodía, los B-25 estaban en el bóveda celeste de la haber japonesa. Volaban muy bajo (así reducían la efectividad de algunos cañones antiaéreos enemigos). Sonaron las alarmas, pero la población tokiota, en un primer momento, no se asustó, ya que, para ese día, estaba previsto un simulacro de ataque volátil. Se dieron cuenta de que la advertencia iba en serio cuando el avión de Doolittle descargó sus bombas sobre un astillero.
Este ataque auténtico despertó a los cañones antiaéreos, aunque, para fortuna de Doolittle y los suyos, su respuesta fue poco acertada. Los cazas japoneses intentaron interceptar a los B-25, pero siquiera tuvieron éxito, ya que el finalidad sorpresa jugó en su contra. Al final, ningún bombardero fue derribado sobre los cielos de Tokio. Pero lo más difícil estaba por entrar.
Los aviones de Doolittle pusieron rumbo a China, aparte uno de ellos, que tuvo que dirigirse a la URSS, en contra de la opinión del teniente coronel. Este solitario ingenio había consumido demasiado combustible, y solo podía salvarse si volaba alrededor de Vladivostok. Una vez en tierra, los soviéticos arrestaron a los estadounidenses para no incomodar a los japoneses. La tripulación estuvo retenida un año hasta que pudieron regresar a través de Irán.
Dos aparatos cayeron en circunscripción ocupado por Japón y ocho de sus tripulantes fueron capturados
Los otros aparatos tuvieron que huir trece horas hasta China. Allí realizaron peligrosos aterrizajes de emergencia conveniente a que llegaron con los depósitos vacíos. Como consecuencia, murieron tres tripulantes, y Doolittle y su tripulación tuvieron que saltar en paracaídas.
La reacción nipona
Dos aparatos cayeron en circunscripción ocupado por Japón y ocho de sus tripulantes fueron capturados (los otros dos murieron ahogados). Durante el cautiverio fallecieron otros cuatros aviadores, tres de ellos ejecutados por sus captores, que no les perdonaban el ataque sobre Tokio, y el cuarto de enfermedad.
Los japoneses atacaron las regiones en China donde habían aterrizado los B-25. Las tropas del Imperio del Sol Incipiente fueron implacables con la población que había cubo cobijo a Doolittle y los suyos. Al menos, diez mil civiles fueron asesinados, muchos de ellos con armas biológicas.
El cañoneo de Tokio causó 87 muertos, 460 heridos y daños muy leves. Un ataque de poca envergadura si se compara con los que sufriría la haber japonesa al final de la pleito, con decenas de miles de muertos. De todas formas, la operación de Doolittle conllevó importantes mercadería psicológicos para uno y otro bandos.
Por parte estadounidense, Roosevelt obtuvo el finalidad esperado. La íntegro del país se disparó: por fin habían cubo un guantazo importante a los japoneses, aunque su magnitud vivo fuera muy modesta.
En el caso japonés, la propaganda minimizó el impacto del ataque. Pero se desató una tormenta política, con la Armada, y en particular con el almirante Yamamoto, en el ojo del huracán, por no ocurrir protegido la haber. Este clima de opinión condicionó la organización marcial, que se centraría en hundir los portaaviones estadounidenses. Con este nuevo planteamiento, se diseñó la batalla de Midway, que tendría división en junio de 1942 y que otorgaría definitivamente la iniciativa en el conflicto a EE. UU.
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