Que la afecto del Eintracht invada el Camp Nou sin que el Barça pueda hacer ausencia para evitarlo es coherente con una ciudad que permite que, en plena operación salida, esta misma afecto colapse impunemente la Diagonal escoltada por nuestra policía. Los damnificados son, como siempre, los barceloneses y los culés, atrapados por un sistema que antepone el interés a cualquier escrúpulo.
El esfuerzo de la sociedad directiva por imaginar es plausible pero testimonial y, en función del dominio de la verborrea de los títulos, incluso risible. En origen, el problema viene de remotamente y se ha vivido en otras noches europeas. Contra el Nápoles, por ejemplo, la cantidad de napolitanos repartidos por toda la rastra certificaba que la saldo de entradas es igual de abandonado que nuestra defensa. El mejor contraveneno contra una invasión de campo como la del jueves es la ocupación total de localidades, con la excepción reglamentaria de las 5.000 entradas para visitantes. Y eso no está pasando desde hace tiempo. El Barça solo llena el Camp Nou tres días al año. Las 34.440 entradas vendidas son el resultados de la devaluación temporal de abonos y de un criterio directivo que prefiere la rentabilidad de la saldo de entradas a los ingresos, muy inferiores, fidelizados por el vínculo del pago.
El Barça solo llena las gradas del Camp Nou tres días al año
El contexto financiero incluso es importante. En muchas familias culés los carnets sirven, en tiempo de crisis, para financiar los caprichos o las deposición de los jóvenes, que saben moverse en ámbitos tecnológicos con aplicaciones y tutoriales en los que el formación cripto-hacker evita obstáculos insuficientes. Con respecto a la estructura oficial, es abandonado, tanto como el escandaloso despliegue de seguridad, que llegó al paroxismo de ser mucho más severo con los socios indignados que con los bárbaros cargados de cerveza, hierba (Barcelona es una primera potencia europea en la materia) o bengalas (que provocarán las oportunas sanciones). La hipocresía de los aspavientos intenta maquillar la evidencia: el Barça participa de una industria que actúa como la del turismo pero en traducción Barceloneta o Magaluf. La picaresca digital permite saltarse la mayoría de controles y mantiene todos los índices de impunidad que han convertido Barcelona en parque temático del exceso y el vandalismo. Y en este pack, el Camp Nou es, como La Boqueria o el Born, un monumento preciado.
La suma de circunstancias ha convertido el partido del jueves en la culminación de una degradación que permite facturar 3,5 millones de euros en concepto de saldo de entradas. La idea pura aspira a que estas ganancias no sean conflictivas. En teoría, debería ser posible conseguir ventas de entradas regulares entre culés, simpatizantes o, como intrascendente, aficionados que no vengan a desembuchar sobre sus anfitriones. En cuanto a la promesa de exigencia de responsabilidades a mafiosos, mafiosillos y fariseos no prosperará. Si el distinguido forensic, amplificado hasta la náusea, no prosperó porque implicaba demasiados costes y posibles riesgos penales, las lamentaciones languidecerán y se impondrá la opacidad tácita. Si el club es el primero en potenciar la confidencialidad como dogma financiero, es metódico que una parte de los propietarios reclame su parte, igualmente confidencial, del saqueo.
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