Glòria Serra se queja del estado lamentable en el que ha quedado el colmado Múrria: “Vandalizado, sin ningún respeto por sus carteles históricos. ¿Dónde llega la impunidad con los que exhiben sus trofeos en Instagram? ¿Y la cesión incontrolada de espráis en tiendas de presuntos artistas grafiteros?”.
En Barcelona, la plaga de grafitis ha llegado a un nivel nunca trillado. En abril, Santa Maria del Pi quedó cubierta de ellos. Enlucidos del XVIII, el escudo de la clan Torres Fiveller en un contrafuerte del XIV... Para rematarlo, los artistas se llevaron grandes bloques de la apariencia, que ha quedado desdentada. Otros ingresos culturales han sufrido la creatividad de esas hordas. La iglesia de Betlem, la Reial Acadèmia de Medicina, Santa Maria de Montalegre, el hospital de la Santa Creu, donde en muchos muros ya no queda ni un palmo despejado. Barroco, ojival, modernista, neoclásico... A la hora de destrozar, a los autodenominados artistas urbanos tanto les da un estilo como otro.
Lo llaman ‘arte urbano’ porque ‘arte paleto’ les parece denigrante
En Andorra, en Encamp, en febrero detuvieron a tres turistas madrileños que habían llenado muros y señales con sus tags. En cuestión de horas los identificaron, gracias a las cámaras de vigilancia. ¿De qué sirven, si no, los millares de cámaras de vigilancia que hay por todos lados? Por cierto, delirar en plan turista para hacer pintadas es una tendencia. La Xarxa Veïnal del Raval afirma que la gran mayoría de los que takean son extranjeros: “Población flotante a la que le da igual Barcelona”. Con respecto a los grafiteros indígenas, si ven que el Junta pintarrajea el asfalto con inmensos colorines sin sentido, ¿por qué no deberían pintarrajear ellos lo que les apetezca?
Y atención a lo que opina Marc Garcia, defensor del arte urbano. Dice: “Los grafiteros estropean el patrimonio manifiesto, pero están pintando. No van con una pistola”. No sé si es una muestra de cinismo o una amenaza.
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