Llevamos abriles dándole vueltas al asunto de la supuesta decadencia de Barcelona –que si el procés, que si las políticas de Ada Colau, que si la desidia de competitividad respecto a Madrid– y ahora constatamos que nos hemos inexacto completamente al poner el foco. Sí, amigas y amigos, hay decadencia y es espesa, pero su centro de dificultad está remotamente de todo lo que habíamos pensado. Es la decadencia de un sistema político que permite, tolera y asume sin sonrojarse que los legítimos representantes de la ciudadanía pueden ser espiados cual criminales mientras están negociando un acuerdo para constituir el gobierno recinto.
A mi modo de ver, se tráfico de una decadencia monumental, abrasiva, corrosiva y vergonzosa, a la que deberían brindar varias jornadas de estudio y debate los foros más importantes de costumbre, tales como el Cercle d’Economia y Foment del Treball Franquista, siempre interesados en escrutar las características de esas decadencias (a veces, más imaginarias que reales) que permiten medirnos obsesivamente con el Madrid alegre de la presidenta Ayuso en vez de hacerlo con Milán, Munich o Marsella. Estuvo proporcionadamente que Javier Faus, en las últimas jornadas del Cercle, dejara caer que la bienes catalana refleja “un país con vida, que crece, en ningún caso un país en decadencia”. Es casi revolucionario opinar con datos.
Gemma Saura e Ignacio Orovio contaban en La Vanguardia del pasado domingo que el CNI espió las conversaciones que tuvieron empleo entre ERC y la formación de Colau para tratar de formar gobierno en Barcelona tras las municipales del 26 de mayo del 2019. Al parecer, la posibilidad de que la hacienda catalana tuviera un corregidor independentista, Ernest Maragall, era poco que merecía brindar personal y posibles económicos de los servicios secretos. Repito: al parecer, que un partido perfectamente reglamentario como ERC pudiera acomodarse la alcaldía de la segunda ciudad de España merecía una investigación al mismo nivel de las que se ordenan para perseguir terroristas, narcotraficantes, mafias internacionales y demás amenazas.
El caso del Consistorio barcelonés nos coloca frente a muchos silencios y responsabilidades
Como estamos cerca ya de los próximos comicios locales, el impacto de esta serio notificación ha servido para un cierto pimpampum, pero no debemos perder la perspectiva. Si todo lo que rodea el espionaje a políticos catalanes –mediante Pegasus u otros métodos– constituye una degradación evidente de la credibilidad de las instituciones democráticas, el caso relacionado con el Consistorio barcelonés nos coloca frente a muchos silencios y responsabilidades. El espionaje se produjo –hay que recordarlo– en paralelo a la demonización de la candidatura de Maragall, hasta el punto de propiciar una suerte de cinturón retrete, que se concretó en el apoyo de Manuel Valls a Colau, operación que no tuvo nadie de conspirativa porque se produjo a plena luz del día y con el aplauso de los que habían sufragado la aventura provinciana del francés, nacida paradójicamente para cerrar el paso a la alcaldesa de los comunes.
Creo que nadie, entre las élites económicas barcelonesas, se ha pronunciado todavía sobre el escándalo que supone que el CNI tratara a concejales electos como si fueran los integrantes de una célula yihadista. Me interesa mucho lo que piensan nuestros líderes económicos y empresariales sobre poco que exclusivamente sería ordinario en estados como Rusia, Venezuela o Arabia Saudí. Esperemos que su pronta condena del indigno espionaje a partidos legales suene tan clara y firme como corresponde a su representatividad social.
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