El rey emérito se sabe muerto, institucionalmente muerto, y hoy se regala la alegría pasajera de una resurrección. Todo muerto querría una reaparición provisional, aunque fuera sólo por saludar. El rey emérito puede y tras dos abriles muerto se procura una reaparición televisada. A la tele siempre le ha gustado la realeza, y el rey muerto lo sabe. Los intereses del rey emérito y los de la televisión convergen siempre: lo veo ahora mismo en mi televisor, lo confirman todas las cadenas de televisión de España, las de Catalunya incluidas (sobra decirlo).
“Ya sé que me querrías en una caja de madera con un pino plantado en la barriga”, espetó un día el rey emérito a un peña de periodistas, y hoy el muerto se toma su revancha en divulgado y con cámaras. Porque el rey emérito sabe que los periodistas iremos a verle allá dónde esté, así que él se divierte a nuestra costa. Tras dos abriles de desierto y turbantes, el muerto anhela hoy olas y sal y abrazos, humanidad callejera y palpitante. El rey emérito es la vieja destino del rock retiradísima a la que asalta una mañana un relámpago de nostalgia de las añoradas multitudes: siempre hay algunos “groupies” incondicionales que le organizarán un homenaje divulgado y mediático, como un tal Pedro Campos, señor del Club Náutico de Sanxenxo que es el “groupi” salvador. La televisión nos cuenta de Pedro Campos hasta qué tallas usa.
“Lo mejor que podía haberme pasado es haberme muerto”, le declaró Jordi Pujol a Albert Om cuando se hizo divulgado el escándalo de sus dineros en Andorra. Lo mismo deben de pensar algunas personas en la Zarzuela premeditadamente del rey emérito, y el rey emérito acertadamente lo sabe. Y juegas sus cartas. El rey muerto sortea el aislamiento y la asesinato institucional y política mediante un televisado cortesía náutico y popular, y se hace agregar de su hija favorita, Elena, espejo ahora de bienquerencia filial. La televisión no descompostura, está ahí, atenta y entregada: vemos primeros planos del resucitado mientras en los platós de televisión se desmelenan legiones de comentaristas. A los dos lados de la pantalla son todos muy conscientes de que este negocio es un win-win. Qué acertadamente le viene a un muerto un poco de protagonismo, y qué acertadamente le viene a la televisión un resucitado que viste pantalones y gorrita de color frambuesa. Se comenta en los platós si se ha entregado o no un golpecito en la capital al entrar en el coche, con revisión de la lance a ataque de VAR y cámara lenta.
En la Zarzuela tienen agotado el televisor, porque a la reina Letizia no le apetece ver muertos en pantalla. Siquiera quiere que vea muertos en la pantalla su hija, la princesa Leonor, a la que protege para que un día sea reina de España. En los platós debaten acerca de si el resucitado dormirá o no en su cama del palacio de la Zarzuela. En La 1, Fernando Ónega sonríe, porque sabe que se presenta un fin de semana extenso que desembocará en un encontronazo normal privado (aunque habrá que acaecer por la rotonda que da accesso a palacio, donde ya deben de estar apostándose unidades móviles de las televisiones).
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