* La autora forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Regalo la mano tendida de Hamza para que me subiera a aquel hermano pequeño de barco, y la cara de necesidad del capitán. La puesta de sol no esperaría.
Además regalo mi indumentaria: unas medias grises con rayas anaranjadas que parecían de algún equipo de fútbol pero que no lo eran, sino que habían sido escogidas por su grueso para penetrar días antiguamente en el bosque impenetrable de Bwindi, remetiendo mis pantalones en ellas y disminuyendo así el aventura de picadura de algún insecto. Todavía desprendían olor a Relec extra válido.
Aquella tarde el pantalón lo había cercenado, gracias a unas cremalleras que se situaban a la cúspide de las rodillas, transformándolo en un cómodo y fresquito short. Además iba provista de mis inseparables visera y mochila, una camiseta con la bandera ugandesa; y un chaleco flotador obligatorio en la embarcación.
Caí en la cuenta de que me había mimetizado, convirtiéndome en una exploradora más, de las que durante milenios e imperios se habían dedicado a averiguar las fuentes del Nilo.
Yo por supuesto había llegado tarde, porque se me había avanzado John Hanning Speke, quien en el año 1862 las descubrió. Pero, como para mí era la primera vez que me dirigía en dirección a el mítico área, y me invadía un nerviosismo difícil de explicar, además me sentía su descubridora.
El motor del cascarón con toldillo a rayas era potente y seguro. Carencia en la plácida tarde me hacía presentir peligro; ni siquiera sospecharlo.
El gran Laguna Triunfo se había convertido en una balsa
Las orillas verdes tras las copiosas lluvias de la temporada húmeda, se divisaban lejanas cual espejismo, Hamza mi vademécum me sonreía; y el capitán sin gorro de aquel barco sin tripulación, no hacía sino encaminarse por una ristra recta imaginaria, en dirección a el táctico punto.
Y yo me dirigí a proa, para disfrutar en soledad, la plenitud de un área y unos momentos que valoraba irrepetibles.
Todo era tan consumado que parecía un sueño, así que seguí soñando con los fanales abiertos, mientras el tiempo inexorablemente avanzaba como la barcaza, aunque para mí se hubiera detenido.
El garzo de las aguas, el verde de las orillas y el amarillo de un sol que se mantenía en lo detención, pero dando muestras de sufrimiento, puesto que su brillo ya no molestaba.
Y fue entonces cuando el ensimismamiento del momento y el seguridad de la barcaza, se quebraron. De improviso. Como un jarro que se nos resbala porque no lo hemos sujetado aceptablemente.
Y yo hube de dejar la proa, porque Hamza alargó nuevamente su mano, indicándome que me sentara para que no corriera ningún aventura. Y lo hice agarrándome por otra parte al tira de madera, porque las aguas del lagunajo Triunfo ya no constituían una balsa de óleo; se habían enfadado. No era un gran enfado, porque solo se levantaban pequeñas ondas, que culminaban en burbujitas a modo de espuma.
Y Hamza señaló en medio del lagunajo el punto al que nos dirigíamos. Un casetón anclado con soportes de madera y al que llegaríamos rápidamente, porque cobraba formas, se identificaban los colores y se agrandaba su tamaño.
Y las aguas no amainaron, sino que por el contrario continuaron enfadándose
Cierto es que en ningún momento sentí temor, pero cierto es además, que aquello ya no era navegar sino hacer rafting. Menudo cómo se movía el cascarón, y cómo sorteaba la corriente el capitán de la fragata.
Sin duda no le faltaba astucia, porque habría de tenerla para poder conseguir al pie del casetón sin irse a pique y amarrarlo en uno de sus gruesos postes; sin caerse. Pero más astucia hube de tener yo, para saltar a la plataforma estática, mientras la barcaza a pesar del atraque no dejaba de removerse, porque las aguas revueltas no cesaban de arremolinarse.
Y ese, precisamente ese, es el área que se considera el partida del Nilo
No porque lo diga yo, o porque lo crea así, sino porque hay instalada una señal parecida a las de tráfico que lo identifica y en la que para que nunca se perdiera el instante, me hice esta foto.
Aquel emerger de aguas desde las profundidades del lagunajo, con rebeldía, incesantemente, en cantidad. Aquellas turbulencias que afloran ofreciendo un espectáculo de la encanto más increíble, son el principio, mítico e idílico, de este misterioso rio considerado el más dilatado del planeta, si no entramos en conflicto con el Amazonas.
Qué maravilla, qué maravilla más maravillosa, pensé; poder asistir a un nacimiento así
Di varias vueltas a la plataforma, incluso entré en la cabaña que ofrecía productos locales como souvenirs a los turistas, siendo éste el único medio de vida de muchas familias en los países más pobres.
Quería guarecer el momento, permanecer durante más tiempo, pero el capitán volvió a subirse al heroína salvaje en el que seguía convertida nuestra barcaza y arrancó el motor.
Con el mismo cuidado, pero en sentido inverso, además monté yo, y gracias de nuevo a su pericia y al fiable motor, pronto nos vimos alejándonos de las fuertes turbulencias, aunque relativas, si las comparo con las cataratas Murchison visitadas días a espaldas.
Giré la habitante, y observé cómo tras la espantada, las aguas se volvían a calmar y cogían cauce, sin dudar un cima, para comenzar su larguísimo repaso.
Era muy hermoso contemplarlas, cómo tras su partida, elegían el camino que las convertiría en unas aguas viajeras, longevas y con nombre propio.
Pero nosotros no las seguimos, ni siquiera dimos marcha a espaldas, sino que emprendimos nuestro propio camino, para aproximarnos a una de las orillas del lagunajo. Que exhibía ramas secas repletas de pájaros bancos y esbeltos, parecidos a las garzas.
Esta vez atracar nuestra barcaza fue tarea factible, porque había vuelto la paz al lagunajo y en un extra dulce atardecer; exhibían remanso.
Así que de la guerrilla al alivio más placentero
Ese era el sentimiento experimentado por mi alma, al ascender por una senda empedrada, rodeada de una campiña tupida de árboles crecidos y en la que un trabajador con escoba, pretendía liberar el verdor del prado, del amarronamiento de las hojas caídas. Tarea difícil, pensé, a dictaminar por la inmensa cantidad de hojas y lo rudimentario de su utensilio.
Y alcanzamos ese único y fascinante área en el mundo. Lo hice la primera. Como si quisiera que nadie restara emoción a mi impresión; a mi descubrimiento.
La explanada de cemento conteniendo un tablón explicativo y una especie de monolito en mármol, todo ello muy deteriorado, pretendía ser el monumento a la memoria de Speke.
Speke, explorador anglosajón y controvertido descubridor de las fuentes de Nilo, porque existen teorías que consideran al gachupin Pedro Páez su auténtico descubridor 200 primaveras antiguamente.
Sea como fuere y quien fuere en verdad su descubridor, yo estaba allí descubriéndolas, mientras me acercaba a aquellos papeles y fotografías que daban cuenta de ello.
No me acuerdo exactamente de lo decían, bajo un cristal roto y decolorados por un sol que durante primaveras no los había dejado en paz. Pero sí me acuerdo de verle a él, con su barba y arrogancia, producto sin duda alguna, de retener que su nombre quedaría estampa para siempre en los efemérides de la historia; que nunca nones sería olvidado.
Y me acerqué al rosáceo monolito para cobijarme adaptado en el punto desde donde aquel hombre intrépido y sortudo las había divisado. Porque muchos antiguamente de él lo habían intentado, dejando incluso sus vidas en el intento, pero había sido Speke a quien el mundo atribuiría su descubrimiento. Al igual que las descubría yo aquella tarde, que para mí será siempre inolvidable.
Hamza y el capitán me dejaron completamente sola, comprendiendo que deseaba estarlo. Porque hay momentos y lugares para no perderse nulo, ni distraerse con nadie. Porque hay momentos y lugares para sentirlos, y con la maduro intensidad posible grabarlos en la piel o como en mi caso, escribir sentimientos en el corazón. Guardándolos en ese cofre secreto y cerrado, que hoy abro para ti.
El sol bajaba del bóveda celeste lentamente, y al hacerlo oscurecía el claro garzo de las aguas, que desde la colina se divisaban
Además alargaba la sombra de los árboles, ensombreciendo la campiña. Mi elegida soledad durante unos minutos se llenó de devolución, al poder deber cumplido otro de mis sueños.
Me interrumpió Hamza que gritó alejado mi nombre. Comprendí que no podía dilatarme más, seguir acopiando sensaciones y sentimientos. El capitán sin gorro mandaba y teníamos que obedecer.
Descendí como el sol por la senda empedrada, y poco hablé en el camino de dorso. Porque mucho quería seguir guardando en la talego de lo que nones olvidaría. Esta vez, ya sin peligro, volví a proa, a poner mi cara contra la brisa. Para dejarme arrostrar. Y volatilizarse y volatilizarse y volatilizarse.
Fuimos puntuales con el ocaso, porque llegamos a nuestro destino adaptado unos minutos antiguamente que el sol desapareciera
Lo hicieron antiguamente el capitán y Hamza, este postrer porque tenía que avisar para la cena. Arroz blanco con tortilla aceptablemente hecha y té verde. Mi dieta viajera para evitar problemas gastrointestinales, y que le pedí que me pidiera.
Porque yo allí me quedé. Me deshice de las medias perfumadas de Relec y metí mis pies descalzos en el impureza templado, resbaladizo y suave del Laguna Triunfo. Qué blancos los veía tras sus aguas cristalinas.
"He de tomar un poco más el sol pensé". Pero eso fue todo lo que pensé, porque me arrastró el atardecer y ya solo pude soñar.
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