“Todas las habitaciones están ocupadas.” Y añade, por si me quedase la más leve esperanza: “No queda ni una cama redimido en todo Otjiwarongo”. Parece que en la ciudad se celebren dos convenciones distintas. “Pero”, el conserje del hotel se detiene un momento como si buscase entre sus saludos, “creo que había un Bed and Breakfast por la carretera que lleva a la Cheetah Conservation Fund (Fundación para la Conservación del Guepardo)”. Vacila. “Como a unos quince kilómetros.”
La carretera en cuestión es una pista de tierra, como tantas en Namibia. Esta se aleja cerca de el este, directa al corazón del desierto del Kalahari. Tengo un ojo irresoluto del cuentakilómetros mientras conduzco. Alcanzo los quince kilómetros, y todavía no he pasado ausencia, a excepción de la pista, la manto vegetal rala a cada banda y la oscuridad de la oscuridad que ya se intuye allá al fondo. Vigésimo, veinticinco kilómetros. Me diálogo con unos peones que reparan el pavimento. No, no saben ausencia. Supero un repecho y pego un frenazo. Delante mis ruedas, un misil de metropolitano y medio con andares cadenciosos y escamas pixeladas cruza la vía y se esconde entre los arbustos. Un varano. Y poco más allá distingo una placa oxidada y un camino de arena roja que se pierde en unas lomas de roca.
Mañana o pasado me acercaré a esa meseta de Waterberg envuelta de riscos que custodian los babuinos
Lo remonto y doy con tres construcciones encaladas con frontones de inspiración barroca. Salen un hombre canoso y su hija. Claro, ni tengo reserva ni me esperaban. Pero tienen camas y me prepararan la cena. Mientras, puedo sentarme en la veranda con una bebida. Delante se extiende la árida sabana, con sus acacias y las torres de los termiteros. Unas gacelas saltarinas, esas sprinbok de tres sabores -barriga de nata, franja chocolate y cruz canela-, lamen sal en las rocas. Al fondo se estira la mesa azulada de Waterberg.
La cena llega con ensalada, estofado de cordero y puré de patatas. Con mi hospedador nos repartimos el morapio que ha sobrado de cocinar y entre la charla me pregunta si tengo poco que ver con la tribu existente. ¿Será por eso que soñaré que participo en un concurso de canelones organizado por la reina de Inglaterra?
Mañana o pasado me acercaré a esa meseta de Waterberg envuelta de riscos que custodian los babuinos, allá donde los pequeños damanes permiten que me acerque sin que calibre a dilucidar qué tienen en popular con los otros miembros de su tribu, elefantes y manatíes. Cerca, un pequeño cementerio acoge a los soldados alemanes caídos en su enfrentamiento con los herero, a los que habían esquilmado el rebaño y usurpado sus tierras. A posteriori de la batalla, empujaron a los herero al desierto y el comandante en superior Lothar von Trotha dictó la aborrecible orden de aniquilar a todo herero que pisase estas tierras. (En 2007 descendientes suyos vinieron a Namibia para pedir perdón.)
Durante mi estancia asimismo podré observar la carrera veloz del guepardo. Y me llevaré una pluma de cagueta de Guinea, la púa de una puercoespín, y un atardecer entre las rojas columnas raídas de los termiteros acompañado por mi hospedador con su rifle, por si los leopardos. Y guardaré como oro en paño esa oscuridad de terciopelo, con galaxias, constelaciones y nebulosas engastadas. Que parecen dispuestas para que uno saliente la mano y las pellizque con los dedos. Que si pudiese remontar el tiempo me pararía en presencia de aquel remoto papanatas y le obligaría a dar media reverso, que a quién se le ocurre que debíamos marcharse el África.
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