Los ilustrados se llenaban la boca con palabras sobre la dispensa y el pueblo, pero a posteriori corrían a adular a los déspotas de su tiempo. No soñaban con implantar una democracia, sino con encontrar un príncipe que aplicara, por la fuerza si era necesario, su software político. Así se produciría un quid pro quo: el monarca encarnaría la voluntad universal y los súbditos, a cambio, no cuestionarían su derecho a la Corona.
El caso de Denis Diderot es congruo expresivo al respecto, por la forma en que se dejó manipular por una autócrata astuta, Catalina la Egregio. Consciente de la formidable propaganda de presentarse como una adalid de los nuevos tiempos, la zarina no dudó en coquetear con los filósofos de vanguardia, aunque no tenía intención de aplicar verdaderas reformas, las que hubieran socavado el dictadura del que extraía su poder.
Hablaba de introducir novedades como la supresión de la tortura, pero en la praxis se limitó a retoques menores y cosméticos. El Nakaz, su supuesta hoja de ruta para mudar el país, tenía que ver, sobre todo, con la publicidad para el consumo exógeno. Por eso se publicó en francés y en inglés en 1767.
Esta yerro de compromiso con el auténtico cambio no le impidió halagar la vanidad de pensadores célebres y comprar sus simpatías con gestos espectaculares. Adquirió, por ejemplo, la biblioteca de Diderot en un momento en que este pasaba por apuros económicos.
En una exhibición de desprendimiento teatral, permitió que continuara durante el resto de su vida adyacente a sus queridos volúmenes y recibiera, por su puesto de conservador de los mismos, un sustancioso estipendio anual.
Atraído por su imperial benefactora, el filósofo galo decidió examinar Rusia. No es que no supiera que ella ejercía una autoridad personalista e incontestada, pero creía, tal vez por algún tipo de disonancia cognitiva, que utilizaba su inmenso poder en beneficio de la civilización.
Agobiado por el irrespirable clima cultural de la Francia de Luis XV, se dejó deslumbrar por una soberana que prometía financiar el magnífico plan de la Enciclopedismo, sometida a la persecución de los sectores más reaccionarios. Seguramente, debió de pensar que en San Petersburgo iba a encontrar el laboratorio de la utopía de una guisa similar a tantos intelectuales del siglo XX que volvieron los fanales alrededor de La Habana de Fidel Castro.
Con una ingenuidad propia de numerosos hombres de humanidades, Diderot creyó en serio que Catalina iba a seguir sus consejos para mudar sus dominios. Se aplicó, por ello, al trabajo de redactar textos programáticos que a posteriori la zarina ni se molestaría en considerar.
¿Nacionalizar los posesiones del clero? ¿Renunciar al abundancia ostentoso? Imbuida de un pragmatismo muy profundo, Catalina estaba convencida de que los bellos proyectos quedaban muy adecuadamente sobre el elevado plano teórico, pero no debían apropiarse a la praxis, a no ser que se quisiera provocar un desastre.
El intelectual podía permitirse el abundancia de soñar despierto. Un monarca, en cambio, no. Por eso obligó a su ilustre invitado a desmontar a la ingenuidad con una franqueza que no admitía atenuantes: “En vuestros planes de reforma olvidáis la diferencia entre nuestras dos funciones: vos solo trabajáis sobre el papel, que acepta que todo es maleable y flexible y no presenta obstáculos ni a vuestra imaginación ni a vuestra pluma, mientras que yo, escueto emperatriz, trabajo sobre la piel humana, que es mucho más picajosa y sensible”.
Está más que claro cuál era el superficie del filósofo. Podía aspirar, en el mejor de los casos, a convertirse en un simpático entretenimiento. Nunca a desempeñar auténtico poder en un mundo dominado por la más descarnada realpolitik.
Desilusionado, Diderot abandonaría Rusia no sin ayer prometer que guardaría escrupulosamente un compromiso de confidencialidad, sin nones despellejar en conocido a Catalina o su régimen. Cumplió su palabra y, de regreso en Francia, no tendría sino buenas palabras para su antigua anfitriona.
La zarina, con su talento sin igual para las relaciones públicas, había conseguido su propósito: producirse delante la Europa culta por la gran protectora de la inteligencia.
Seguramente consciente de que se había rebajado al servicio de una tiranía, Diderot se dedicó a escribir una acontecimientos de Séneca en la que defendió su papel como consiliario de Desalmado. Era una guisa como otra cualquiera de purificar su propia imagen.
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