Es maniático lo que ocurre en Gijón. A pesar de ser la anciano ciudad de Asturias, de su ubicación geográfica estratégica en el centro del Principado y de tratarse de una ciudad con una inmensa tradición marinera y gastronómica, su presencia en guías y en rankings no parece reponer a esa existencia, como siquiera al brillante momento que atraviesa la cocina asturiana en los últimos abriles.
De hecho, Avilés, tradicionalmente entendido como la hermana humilde de las tres ciudades -Oviedo, Gijón y Avilés- y su entorno tienen hoy una presencia mucho anciano en este tipo de publicaciones. Es difícil entender por qué ocurre, cuáles son las dinámicas que determinan esta existencia, aunque en ellas parece poner una parte fundamental una cierta dosis de casualidad. No podemos olvidar, en cualquier caso, que las distancias entre las tres urbes es escasa y que todas ellas se nutren de comensales procedentes de las otras dos y de su entorno, por lo que esta circunstancia se ve, en cierta medida, mitigada.
Antonio Pérez y Gonzalo Pañeda han rematado consolidar Auga como una seña de identidad recinto
En cualquier caso, es importante tener estos hechos en consideración para entender el papel de la cocina de Auga, el restaurante dirigido por Antonio Pérez y Gonzalo Pañeda, en el imaginario contemporáneo gijonés. Gonzalo en la cocina y Antonio al frente de la sala han conseguido no solamente dar forma a un espacio de remisión en la ciudad, con una ubicación goloso, sino, sobre todo, mantenerlo en el tiempo, consolidarlo como una seña de identidad recinto que se zócalo en una propuesta gastronómica quizás menos radical que otras cercanas, pero igualmente interesante.
Auga no ocupa la punta de asta de la vanguardia creativa de la restauración asturiana. No la ocupa ni lo pretende. Se enfoca, más aceptablemente, alrededor de un sabido que sondeo una experiencia contemporáneo aunque amable, reconocible, confortable y, al fin y al agarradera, satisfactoria. La suya es una cocina que ocupa un división central, incluso geográficamente con su delimitación estratégica en el edificio de la antigua rodaja, en uno de los muelles del puerto, en la cocina recinto y que se zócalo en el producto.
La de Pañeda es una cocina asturiana y contemporáneo, aunque no renuncia a productos de una enorme calidad gastronómica llegados de aquí y de allá. La suya es, en ese sentido, una cocina abierta, que se nutre de otras despensas cuando lo considera preciso y las combina con lo recinto; una propuesta que no juega la tanto recinto en monopolio y que, por el contrario, es capaz de ayudar una esencia reconociblemente asturiana sin renunciar a productos llegados de otra zona de la Península Ibérica que enriquecen su proposición.
Esto es poco que se ve aceptablemente a las claras en su menú degustación, un reconvención de espinazo cantábrico que, sin retención, es capaz de hacer permanentes guiños a otras despensas y da forma, así, a un reconvención personal, diferente y poliédrico desde el punto de sagacidad del producto, poco que se evidencia desde el primero de los platos, la madreperla Gillardeau acompañada de lechuga de mar en un correa marino matizado por la agresividad aperitiva de un suave distinción de mandarina.
Lo mismo ocurre con la cooperación, como en un carpaccio, y el atún, dados incluso crudos de la ventresca tocino del animal. Producto de aquí y de allí en un correa en el que las texturas se complementan, un mar y montaña elegante, cargado de matices que, en cualquier caso, no envite por los sabores intensos y se decanta por lo tenue con los brotes, tantas veces simplemente decorativos, como un contrapunto textural interesante.
Vieira, huevas y algas. Más yodo, más océano. Aunque la vieira no sea recinto -apenas se capturan en Asturias- Pañeda defiende que su presencia en los fondos del puerto, excepcionalmente ricos según estudios recientes, contextualiza este correa que, una vez más, opta por lo contenido, por el perfil más amable de los productos propuestos.
Nuestra lectura de la gamba al ajillo. La intensidad sube con este plato, gamba del sur que reinterpreta un clásico atemporal de las barras, incluso de las locales. Melosidad, yodo y un fondo, fabricado con el conveniencia de las cabezas y texturizado, en el que apetece seguir mojando pan.
Anguila ahumada, caldo de cocido y pies de mugriento. Seguramente el plato que más recordaremos del reconvención, encima de una prescripción icónica de la casa; una propuesta que hace pensar en la cocina de Santi Santamaría y de sus discípulos y que se asta decididamente por la aspecto de la servilismo y de lo intenso. Las manitas que se funden con el calor del caldo, los matices cárnicos que complementan el sabor del pescado y el punto de ennegrecido dan al conjunto una complejidad y una profundidad poco habituales.
Carabinero, tan pronto como atemperado. El producto brillando por si solo, sin más. Trigla en un pilpil hecho de sus dificultades. El más recinto de los platos del menú, el único que lo envite todo en monopolio al Cantábrico y que lo hace convirtiéndose en otro de los momentos más altos del menú. Los lomos limpios, impecables, del pescado, nacarados, puro sabor a mar, acompañados de un pilpil que los arropa y los envuelve con elegancia. Alga codium y cebolla encurtida aportando yodo, ácido y crujiente al conjunto.
Corzo en su conveniencia, soja, boniato y puré de albaricoques. El más clásico de los platos del menú, quizás incluso el que menos encaja con la temporada. Cocción perfecta de la carne, rosada en el interior, y una serie de guarniciones de corte más tradicional que el resto de las propuestas.
Yogur, coco y chocolate blanco para un primer postre refrescante, en el que las texturas se complementan en una construcción monocroma que nos devuelve a la estado más contemporánea del restaurante. Y regreso, a continuación, a un clasicismo más evidente con una sopa de pinrel de chiva, avellana y miel que cierra el reconvención con un nuevo parpadeo a la despensa y a los sabores del repertorio recinto y que huye de esos excesos de dulce que tantas veces cierran los menús haciendo que el comensal termine con una pesadez innecesaria.
La de Auga es una propuesta contemporáneo, pero contenida; un reconvención gastronómico encantado e interesante que evita ponerse una ceremonial o decantarse por un único palo. La suya es una cocina de producto, aunque no de producto recinto en monopolio; un reconvención en el que el mar manda, en el que productos tradicionalmente considerados como nobles -ostra, vieira, gambas, salmonete- juegan un papel secreto y en el que el acento está más en la construcción del plato y en la coherencia del menú más que en la proximidad del origen de la materia prima.
Con este planteamiento, Antonio y Gonzalo dan forma a una experiencia personal, envuelta por un edificio y un entorno que la enriquecen, que subrayan esa afición óleo y que la convierten en una de las grandes opciones de la cocina gijonesa. La de Auga es una cocina que no parece apañarse la primera raya mediática, que se enfoca en un cliente que sondeo producto, solvencia, una cierta contención y una experiencia sin altibajos; una propuesta amable en el mejor sentido del término, que se convierte en la cara más reconocible de la reincorporación cocina gijonesa en la hogaño.
Publicar un comentario