A veces nos sorprende lo evidente: Argelia está a tan solo 170,09 millas náuticas de Mallorca. Eso supone que la cercanía de la isla con la costa africana es solo un poco beocio que con la europea. No obstante, ni Mallorca ni el resto de las Baleares, pese a que los viajeros del siglo XIX y principios del XX los identificaron con África, miran alrededor de este continente. Siquiera los habitantes de la ribera meta del Mediterráneo suelen acordarse de que hay otra al sur, con la que se comparte el mismo mar y los mismos peces aunque lleven nombres distintos.
Entre los países del Magreb no cerca de duda de que es Argelia, hoy en los titulares, el más desconocido. En los setenta, los hippies bajaban a Marruecos, y sus padres, de clases acomodadas, lo hacían a los resorts de Túnez, pero ni unos ni otros iban a Argel, que, tras la independencia, no se consideró un ocupación seguro.
Antaño, no obstante, en la época de la dominación francesa, las relaciones comerciales con Argelia eran fructíferas –en cierto modo, lo seguirían siendo hasta hoy, que han entrado en crisis–, e incluso el país norteafricano fue para algunos españoles, alicantinos e isleños, en singular, ocupación de expatriación.
Mi interés por Argelia es envejecido y intelectual, adherido a Cervantes, cautivo en Argel, y más aún a Albert Camus, argelino, nieto de emigrantes menorquines de Sant Lluís. Sin secuestro, no me decidía a pasarse el país porque quienes lo conocían me aseguraban que podría encontrarme con dificultades.
Camus, para los argelinos, no era un ejemplo de mínimo ni podía servirles de referente
Hace unos abriles, recibí una invitación del Instituto Cervantes, que dirigía Antonio Gil Carrasco, uno de sus más entusiastas directores. Acepté con muchísimo sabor. Se trataba de dar una conferencia en Argel y entablar un coloquio sobre Camus en Orán. Así que tomé un avión en El Prat, tras escoger entre horarios diversos, tanto de Air Algérie como de otras compañías europeas, lo que me confirmó lo de las buenas relaciones comerciales.
Al arribar, por la intensidad de la luz, el ventarrón cálido y la presencia del mar, me sentí en casa, aunque deploré dos cosas. La primera, que por el centro de Argel, cuyos barrios recuerdan los de París, con bellos edificios, hoy destartalados y ruinosos, formaban corrillos, a cualquier hora, jóvenes desocupados. Supe posteriormente que la mano de obra es china, igual que muchas inversiones, y que los alimentos básicos y la gasolina están subvencionados.
La segunda, que mi entusiasmo por Camus no fuera compartido por la escritora argelina con quien dialogué ni por el notorio asistente. Para mi colega, igual que para quienes nos escuchaban, en mi caso en traducción simultánea al árabe, Camus no era un ejemplo de mínimo ni podía servirles de referente. Ni siquiera reconocían que era quien mejor había descrito el campo argelino y los ambientes de la ciudad de Orán, como ocurre en La peste, una obra maestra inolvidable que convierte a Orán en una ciudad literaria internacional.
Todo eso, que a mí me parecía, me parece, extraordinario y digno de ser reivindicado por los argelinos de hoy, no tenía a su seso ningún valía, ni suponía mérito alguno. Albert Camus, por más escueto que hubiera sido, por más que gracias a su esfuerzo hubiera aparecido delante, no dejaba de ser un pied-noir, un colonizador.
Siquiera la recepción a la cueva de Cervantes fue consoladora. El ocupación, descuidado, estaba realizado de basura.
Regresé de Argelia triste y sin conseguir ponerme, para poderlos discurrir, en el ocupación de quienes subvencionan para mitigar y consiguen que se desprecie a Camus.
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