El yerno serpiente
El tema de la heterogamia está muy presente en el repertorio de los cuentos japoneses. Los pájaros, serpientes, peces, ranas, zorros, lobos y otros aparecen en forma de hombre o mujer y se casan con los seres humanos. En un maniquí antiguo parece que las criaturas que tienen conexión con el agua dan más evidente prueba de ello; sin requisa, el entorno natural de montes y campos fue influyendo todavía en un conjunto de cuentos cuyo protagonista es el zorro o el mapache. Se les creía en posesión de un poder mágico y tal vez por eso siempre se les ve desempeñarse cerca de los seres humanos. Existen numerosos santuarios sintoístas con el nombre de Inari (la figura del zorro, tiene en Japón la de una titán). Aunque el origen de Inari no tiene relación con el zorro sino con el dios protector del campo y de su cosecha, desde la Años Media empezaron a utilizar la iconografía del zorro por el simple esparcimiento de palabras.
En los estudios antropológicos se relaciona la heterogamia de los cuentos japoneses con el concepto de totemismo (antigua creencia en el poder sobrenatural de los animales; de ahí que se identifique un animal como emblema de una tribu ode una persona).
En este relación vemos una variación de 'La Cenicienta' en la última parte, en que la protagonista se viste del pellejo de una anciana y trabaja en la cocina, pero después se casa con el hijo del rico del pueblo.
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En un puesto de Japón había un campesino que tenía tres hijas. Cultivaba doscientas huertas y no le faltaba nulo que deseara.
Sin requisa, un año ocurrió que sus campos empezaron a secarse y, como consecuencia, todo el arroz estuvo a punto de perderse. Extrañado, buscó las causas por todas partes hasta que descubrió que en la entrada del agua había una gran serpiente que impedía que aquélla fluyera. Entonces, el campesino dijo temeroso a la serpiente:
–Serpiente, serpiente, te lo ruego. Deja que el agua llegue a las huertas.
Pero la serpiente extendió su cuerpo aún más sin hacer ningún caso a la súplica del campesino.
El campesino no supo qué hacer y volvió resignado a su casa. Pero al día ulterior volvió al campo para implorar
a la serpiente:
–Serpiente, serpiente, te lo ruego. Deja que el agua entre en los campos. Si me haces caso, te daré a una de mis hijas como esposa.
Cuando escuchó estas palabras, la serpiente deslizó su dilatado cuerpo de la entrada del agua y ésta empezó a alcanzar con fuerza a las huertas. El campesino vio que el arrozal volvía a estar verde como ayer y se fue a casa tranquilo.
Sin requisa, no pasó ni un día ayer de que la serpiente visitara en forma de bisoño la casa del campesino para pedir la mano de una de sus hijas. El campesino no sabía cómo revelar a sus hijas la promesa que le había hecho a la serpiente y se quedó encerrado en casa sin hacer ni siquiera el último ruido. Luego perdió el apetito y, finalmente, se puso enfermo. Las tres hijas le cuidaban todos los días haciendo turnos.
Un día, el campesino llamó a su hija decano y le dijo:
–Hija mía, voy a contarte lo que ha pasado. Hace unos días una gran serpiente se había colocado en la entrada del agua de nuestro huerto y no se movía de allí. Entonces yo le propuse que, si se apartaba, le daría a una de mis hijas como esposa y, mira por dónde, lo hizo y dejó que el agua llegara a las huertas. Dime, ¿te casarías tú con la serpiente?
Cuando escuchó esto, la hija decano se enfadó mucho y le contestó a su padre que de ninguna modo haría tal cosa, y le dio una patada a su almohada.
A continuación, el campesino llamó a su segunda hija y le contó todavía la historia de la serpiente. Pero cuando el padre le pidió que se casara con ella, la chica se enojó de la misma modo que la decano y se marchó dando una patada a la almohada de su padre.
Entonces llegó la tercera hija, que traía comida a su padre.
–Oye, pequeña, escúchame proporcionadamente lo que ha pasado. El otro día, nuestro huerto estaba secándose y descubrí que era una serpiente la que obstruía la entrada del agua. Yo le pedí que se quitara de ahí, pero no hubo modo. Entonces le dije que, si se apartaba, le daría a una de mis hijas como esposa. Cuando oyó esto, se movió por fin y permitió que el agua entrara al campo. Dime, ¿te casarías tú con la serpiente?
La sorpresa de la hija pequeña fue tan excelso como la de sus hermanas, pero respondió a su padre:
–Si padre ha tenido que prometer eso, yo iré donde vive la serpiente como esposa. Pero quiero que me compres como dote de boda mil agujas, cien calabazas secas1 y cien tiras de borra.
El campesino, nulo más oír la respuesta de la pequeña, recuperó la sanidad y pudo levantarse de la cama. Luego compró todo lo que le pidió la hija y se lo dio. La chica cogió las calabazas y rellenó proporcionadamente los huecos con la borra. En ella había pinchado muchas agujas mientras esperaba la presentación de la serpiente.
No pasó mucho tiempo ayer de que la serpiente acudiera en forma de bisoño señor para pedir la mano de la hija pequeña del campesino. Una vez concedida, partieron los dos y fueron internándose en la espesura del monte. Cuando llegaron a un pantano rodeado de una tupida cubierta vegetal de montaña, el bisoño dijo a la pequeña:
–Mi casa está en el fondo de este pantano. Cierra los fanales y súbete a mi espalda.
–Primero llévate mi dote al fondo del pantano –respondió la hija arrojando las cien calabazas al agua.
El bisoño señor se transformó inmediatamente en una gran serpiente y se lanzó al pantano. Intentaba sufrir las calabazas al fondo, pero, por más esfuerzos que hacía, siempre quedaban muchas calabazas flotando. Cuando sumergía unas, otras subían a la superficie. Al final, las agujas pinchadas en la borra se clavaron en el cuerpo de la serpiente, que terminó muriendo.
A posteriori de esto, la pequeña se quedó tranquila, pero pensó que ya no podía retornar a casa2. De modo que echó a enredar por el monte hasta que el día oscureció por completo.
–¡Qué miedo! ¿Ahora, qué puedo hacer? –murmuraba sin memorizar adónde dirigirse. De pronto percibió una vaga luz a lo allá y se encaminó en torno a ella.
La luz se veía cada vez más cerca y por fin llegó a la choza de donde procedía. Reuniendo valencia, llamó a la puerta medio rota diciendo:
–Estoy perdida. ¿Me podrían acoger por una incertidumbre, por valenza?
Apareció tras la puerta una anciana completamente arrugada que la invitó a entrar. Fue amable con ella y la dejó descansar allí esa incertidumbre. A la mañana ulterior, cuando la pequeña se disponía a marchar y le daba las gracias por su hospitalidad, la anciana le ofreció un añoso y muy abandonado pellejo de anciana satisfecho de arrugas y le dijo que se lo pusiera para evitar que la raptaran en el camino los bandidos del monte.
La muchacha se vistió el pellejo y se convirtió en una anciana llena de arrugas. Caminó por los montes y, tal como había previsto la anciana de la choza, se encontró con los bandidos. Eran muchos y todos estaban bebiendo sake3 en torno a de una gran hoguera cuyas llamas llegaban hasta el Paraíso. Advirtieron la presencia de la muchacha, pero, diciéndose que se trataba de una vieja sucia y arrugada, la dejaron tener lugar sin problema.
Ayer de que oscureciera de nuevo, la muchacha llegó a un pueblo. Buscó la casa del rico del puesto y pidió que la acogieran:
–Puedo cocer arroz o calentar agua para el furo. ¿Necesitan a determinado para hacerlo aquí?
Evidentemente en la casa del rico del pueblo hacía desidia una vieja que hiciera trabajos rutinarios, así es que la emplearon inmediatamente.
La muchacha trabajaba a conciencia durante el día cocinando o calentando el agua para el furo, pero siempre con el pellejo puesto, aunque, cuando llegaba la incertidumbre, secretamente se lo quitaba volviéndose a convertir en la bisoño que era. Luego se ponía a interpretar con avidez a la luz de una vela.
Una incertidumbre, cuando el bisoño primogénito de la casa se dirigía al baño, vio una luz en el cuarto del desván. Se acercó con curiosidad y descubrió a una bella muchacha leyendo un ejemplar. Cuando la vio, sintió un alteración en el corazón y desde entonces subió todas las noches para asomarse al desván a hurtadillas. Empezó a pensar tanto en la misteriosa muchacha que, al final, no podía ni manducar ni ingerir y se puso muy enfermo.
Cundió la preocupación en la casa del rico y llamaron a todos los médicos de aquí y de allá, pero el estado del bisoño no mejoraba. Agotadas las posibilidades de curarlo
con medicinas, acabaron recurriendo a un adivino que ofició unos ritos delante el cuerpo del bisoño.
–Se negociación de un pasión. La persona que le causa este pesar tiene que estar adentro de esta casa. Si esa chica le sirve, comerá y se curará –dijo el adivino.
El rico señor decidió entonces reunir a toda la servidumbre femenina de la mansión y les ordenó vestirse de gracia y que sirvieran una por una un comilona a su hijo. No obstante, el muchacho no quería ni ver a ninguna de las mujeres. El padre se desesperaba y no cesaba de preguntarse quién podría ser la muchacha. Entonces, uno de los capataces le informó de que la única mujer que no le había servido la comida todavía era la vieja arrugada que calentaba el agua para el furo. El padre, ya en el colmo de su desesperación, dijo:
–Aunque sea decano, es una mujer al fin y al punta. Venga, traedla aquí.
Se le encomendó entonces a ella la tarea de sufrir la comida al primogénito de la casa.
–¡Qué disparate! Yo, tan decano y tan arrugada, no puedo servir para eso –dijo la vieja.
Pero delante la insistencia del señor, aceptó la propuesta y se fue a quitar el pellejo y peinarse proporcionadamente. Se transformó entonces en una chica bellísima y llevó la comida al cuarto del enfermo.
Nulo más ver la cara de la chica, el muchacho sonrió y se levantó para manducar todo lo que ella le servía. La enfermedad que le aquejaba se esfumó como por arte de encantamiento. El rico señor no cabía en sí de alegría y organizó en seguida una boda suntuosa para que su primogénito se casara con la muchacha.
Y dicen que de esta modo la pequeña de las tres hermanas consiguió su gozo para siempre.
Relato 2
El micho sanguijuela de Nabeshima
Esta historia está inspirada en una de las versiones de la lema del insigne micho endiablado del clan Nabeshima (flagrante prefectura de Clan en la isla de Kyūshū). Parece que el conflicto histórico del principio del siglo xvii entre un descendiente del clan Ryūzōji, dueño del castillo de Hizen de Kyūshū, con la grupo Nabeshima, uno de sus vasallos que le había servido durante generaciones para la subsistencia del castillo, se convirtió en la obra de kabuki «El micho diablo, el cerezo noctámbulo de Clan». Después se creó una obra de Kōdan –un estilo tradicional de relatar relatos–, «El cerezo noctámbulo de Clan», haciendo uso de gran imaginación sobre el mismo tema. El hecho histórico dice que el hijo oculto de Ryūzōji Takafusa, Byaku’an, a pesar de ocurrir sido sucio por su padre, crece secretamente y, cuando ve la crimen de sus padres en el seno del shōgunato (Takafusa se suicidó matando a su mujer a su vez), intenta obtener el agradecimiento del shōgún Iemitsu como titular del castillo. Por otra parte, Nabeshima Naoshige muere a los 81 abriles a causa de una enfermedad extraña y se rumorea que ha sido obra del espíritu del difunto Takafusa por haberle impetuoso el poder. A pesar de ello, el inteligencia del sogunato se decantó por la vencimiento de la grupo Nabeshima conveniente a su cercanía al gobierno central y por el a propósito deseo de los súbditos de Clan. Byaku’an, por su parte, no se resignó y consiguió al menos una parte de la tierra en Aizu, flagrante prefectura de Fukushima, aunque, desde el punto de perspicacia del clan Ryūzōji, se trataba de una modo de destierro.
*****
Cuentan que hace muchos abriles, en la provincia de Hizen, el bisoño señor del clan Nabeshima fue hechizado por un micho. Este micho pertenecía a la mujer del gran señor Ryūzōji, quien murió humillado, desposeído del poder, a causa del ruin complot de los Nabeshima. El micho, convertido en herramienta del rencor de su ama, intentó cobrarse venganza en el descendiente de éstos.
Nabeshima Katsushige contaba en su castillo con una dama de compañía citación O-toyo, dotada de gran belleza. Nadie podía competir con ella en el valenza que le dispensaba el gran señor. Pasaban juntos largos ratos desde la mañana hasta la incertidumbre. Un día de primavera, ya de incertidumbre, cuando volvían de la fiesta de la galantería del cerezo, árboles que estaban en plena floración, ningún de los dos se dio cuenta de que en su camino al castillo los seguía un micho de tamaño considerable. Cuando O-toyo se retiró a su habitación, el micho se deslizó tras ella. A medianoche, O-toyo se despertó como de un mal sueño y vio a un colosal micho acurrucado en un rincón de su habitación que la miraba fijamente. Sus fanales brillaban en la oscuridad como si fueran dos antorchas doradas. El aullido de terror de O-toyo y el brinco del micho fueron simultáneos, pero éste fue más rápido y, abalanzándose sobre ella, apagó su voz haciendo presa en su delicado y blanco cuello hasta la crimen. ¡Escaso muchacha! Murió sin memorizar siquiera la causa. Una vez se deshizo del occiso de O-toyo sepultándolo debajo del pasillo extranjero, el micho adoptó su apariencia y empezó a ejecutar la vengativa trama que había de hechizar al dueño del castillo.
Cada incertidumbre que pasaba con O-toyo, el gran señor perdía más vigor. Al punta de unos días, los vasallos observaron cómo su rostro estaba más pálido que el papel y su actividad diaria menguaba. El micho, haciéndose tener lugar por O-toyo, le abrazaba para hincarle los colmillos en el cuello y sorber su mortandad. Ninguna medicina le hacía intención, y el estado del señor se fue agravando.
A fin de encontrar una alternativa, se convocó urgentemente al consejo del castillo, que decidió que un centenar de samuráis montaran guarda durante toda la incertidumbre adyacente al álveo del señor. Adecuadamente aleccionados para custodiar a su amo, se congregaron todos en torno a de su cama. Sin requisa, cuando se acercó la medianoche, todos sin excepción fueron presa de una atractivo somnolencia y uno por uno fueron cayendo dormidos irremisiblemente. El día ulterior ocurrió otro tanto y ningún de los samuráis pudo vencer el sueño. El plan que había ideado el consejo había resultado un estrepitoso fracaso. Aunque los más destacados vasallos del castillo ponían su mejor voluntad, el caso se repetía día tras día y la sanidad del señor empezó a mostrar serias señales de agotamiento.
De nuevo se reunió el consejo y, tras declarar el vergonzoso resultado del primer plan, llegaron a la conclusión de que el misterioso y fatídico hecho no se podía explicar si no era atribuyéndolo a algún maleficio o brujería y que el único método que quedaba por probar era emplazar a un bonzo exorcista para espantar los malos espíritus.
De este modo llamaron al bonzo del templo Hōman-ji para que éste realizara los rituales pertinentes.
Acudía éste apresuradamente al castillo cuando halló en el camino a un bisoño soldado que rezaba situado debajo de las frías aguas de una cascada que caía del monte. Extrañado, le preguntó la razón de su mortificación, a lo que el bisoño respondió:
–Me llamo Itō Sōta y pertenezco a la infantería de Nabeshima. He tenido anuncio de que nuestro señor se encuentra en una situación crítica conveniente a una maldición, por lo que realizo estos ejercicios de penitencia a fin de conseguir su pronta recuperación. Desde que me he enterado de su enfermedad, mi único deseo es poder servirle de cerca personalmente. Sin requisa, como soy un simple soldado, no se me permite formar parte de la guarda de mi señor. Os aseguro que si pudiera estar a su costado, aunque sólo fuera una incertidumbre, yo me mantendría alerta y capturaría al diablo. Pero como sé que esto es mera ilusión, con más razón he de insistir en mis plegarias a los dioses y al Buda1.
Al escuchar del soldado tan sinceras palabras, el bonzo quedó impresionado por su cumplimiento y, llegado al destino, negoció para que el muchacho pudiera satisfacer su sueño. A pesar de que el sistema feudal no permitía ninguna flexibilidad en las cuestiones del rango, los consejeros, considerando el momento de suma peligro, hicieron una excepción, e Itō Sōta entró a servir esa misma incertidumbre en el aposento del gran señor.
Éste se hallaba acostado en el centro de la habitación, sin fuerza, casi exangüe, como si ya nunca más fuera a poder levantarse. Lo rodeaban cien samuráis que rogaban por su sanidad y tenían la firme audacia de tener lugar la incertidumbre en vela. Sōta se agregó a ellos discretamente y esperó el momento sin afirmar una palabra. A eso de la hora del Ratón2 sintió que una ráfaga de flato hediondo entraba misteriosamente en el perímetro y pudo ver que los fuertes guerreros del castillo empezaban inmediatamente a caer dormidos. Parecían drogados y, cerrando los fanales, quedaron completamente fuera de combate.
Sōta sintió igualmente una somnolencia que iba a vencerlo en pocos segundos, pero había preparado un plan para evitarlo. Cuando vio el desastroso panorama de todos aquellos guerreros tendidos en el suelo, sacó una daga de su cinto y se la clavó en la pierna sin cambiar siquiera de postura. El terrible dolor de la herida lo mantuvo despierto durante harto tiempo, pero como la fuerza del hechizo se cebara cada vez más en él, le pareció que aquello no era suficiente para permanecer despierto y empezó a retorcer la daga en la herida para que el dolor fuera más intenso. En ese momento, vio que penetraba en el aposento la luz de lamparón que precedía a una dama bisoño de extremada belleza. ¡Era O-toyo, la favorita del señor!
O-toyo miró cuidadosamente en derredor y comprobó que todos los guerreros estaban inconscientes en el tatami3. ¡Menos uno!: Itō Sōta. La dama volvió su blanca tez en torno a él y le preguntó:
–¿Quién eres tú, que estás tan atento al estado del señor? Nunca te he gastado hasta ahora. Si todos duermen, ¿cómo es que tú no tienes sueño?
Sōta contestó:
–No es que no tenga sueño. Estoy dormido, sólo que no puedo cerrar mis fanales a causa de la preocupación por mi señor.
–Pero veo mortandad en tu pierna, y una daga clavada en ella –dijo la dama mirándolo con suspicacia.
–Es que, si no fuera por esta herida… estaría como los demás…
Seguro ya de la verdadera naturaleza de la dama O-toyo, Sōta la miró con odio. Molesta por este imprevisto obstáculo para sus planes, la mujer se acercó al señor y le tomó la mano, pero, sin hacer más, se retiró. A la mañana ulterior, Sōta fue aclamado por todos a causa de su correr. Nadie podía sino alabar su cumplimiento, que le había llevado incluso a herir su propia carne. Desde esa incertidumbre, Sōta no faltó al servicio de guarda y veló por el bienestar de su bisoño señor con la misma determinación que el primer día. Éste, por su parte, comenzó a reponerse la sanidad. Daba muestras de tener apetito y en pocos días consiguió ponerse en pie, aunque fuera sólo adentro de los límites de su aposento. O-toyo, en cambio, no se atrevió en delante a saludar más al señor. Se mantenía recluida en su estancia y no hacía acto de presencia en ningún sitio. Sōta entonces declaró al consiliario principal del castillo su convicción de que la dama O-toyo era la pérfida que hacía mal al señor cada incertidumbre que pasaba a su servicio. La sorpresa del consiliario fue excelso, ya que nunca había imaginado que O-toyo fuera la pérfida, pero, reflexionando despacio, pensó que valdría la pena hacer todo lo posible en contra de cualquier tipo maligno que pudiera estar atormentando a su amo.
Sōta pidió al consiliario disponer que unos vigésimo samuráis escondidos rodearan la habitación de O-toyo por si la malvada se le escapaba y, al caer la incertidumbre, se dirigió allí con el anuncio de que llevaba un mensaje del señor para ella.
La dama lo recibió con cortesía.
–¿Qué mensaje me envía mi señor? –dijo, tomando la carta en su mano.
Entonces Sōta desenvainó su espada y se acercó a ella. Al instante, la dama, pese a estar envuelta en pesados kimonos, dio un brinco como de un patrón en torno a detrás. Sus fanales se encendieron con llamas doradas. Sōta le gritó con todas sus fuerzas:
–¡Te he gastado, sanguijuela! Aunque pretendas ocultar tu verdadera figura, no tienes ya nulo que hacer. ¡Ha llegado la hora de tu crimen! –y la acometió ferozmente con su espada.
A posteriori de retroceder con un segundo brinco, O-toyo había cobrado ya el aspecto de un micho colosal y peludo con los colmillos ensangrentados. Sus fanales brillaban en la oscuridad de la incertidumbre como si fueran dos hitodama4 y Sōta no pudo evitar percatar un repeluzno a lo dilatado de todo su cuerpo. Con prodigiosa agilidad, el micho sanguijuela esquivó los ataques de Sōta y saltó fuera de la habitación. Al huir, parecía como si volara sin tocar el suelo. Los guerreros que lo aguardaban intentaron batirlo, pero todo fue en vano. El monstruo se fugó y se ocultó entre los montes de Hizen.
Una vez desaparecido el micho sanguijuela, el gran señor de Hizen se recuperó del todo e Itō Sōta fue remunerado con una buena porción de demarcación como retribución por su cumplimiento y desempeño. No obstante, la historia cuenta que abriles más tarde Sōta y su grupo sufrieron enfermedades extrañas, por lo que decidieron construir un pequeño santuario donde elevar plegarias por el micho sanguijuela de Nabeshima. Este santuario se conserva todavía hoy en el templo Shūrin-ji de Clan.
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