Hemos tenido un disgusto imponente porque, en la época de los renacuajos, los propietarios de un huerto cerca de casa, decidieron depurar la alberca. A ver: entiendo que las albercas se llenan de cieno. El agua escasea y hay que aprovecharla. “Els arbres mamen molt” –dice la clan de por aquí–. Me encanta: parece un descripción de hadas o una inventiva surrealista: los árboles mamando por las raíces. Los propietarios vacían las albercas, las limpian de plantas y cortan las arboledas para sacar algún beneficio. Pero ¿tiene que ser en el momento de la puesta de las aves y de la cría de los anfibios? Es deprimente. Si muchos de los que conocen el campo y viven de él piensan así, ¿qué no harán los que solo ven los charcos como un ocupación por el que acaecer a todo trapo en moto o en velocípedo, y los que ven el bosque como una postal por la que pasear al perro (y finalmente al micifuz) y sacarse selfies, o como una pista de atletismo? Arrancaron un vara precioso en el que a principios de primavera veíamos a rana de san Antón y arrasaron el fondo. ¿No podían depurar la alberca y cortar los árboles en invierno cuando no hay crías?
Una mosquita es maduro que uno de estos sapos que parecen salpicaduras de alquitrán
En una charca, cerca de la alberca, hay cientos de renacuajos de sapo global. Ponen muchos huevos porque, gastado el percal, resistir a adulto es un portento. Si no se te bebe un cerdo salvaje, te devora una serpiente de collar. No me extraña que se apiñen para guarecerse y que, al gusano resistir, huyan cerca de el centro de la charca. Me estoy un rato apacible hasta que regresan a la orilla. Es muy relajante: una ribera de fresno, los renacuajos brillan bituminosos bajo dos dedos de agua, a veces mueven la posaderas como un banderín. De cuando en cuando se mezclan con uno o dos renacuajos de sapo partero, cabezones, grises con puntitos amarronados o verduzcos: parecen ballenas parasitadas por algas marinas. Ya sé que no hay que mover renacuajos de un ocupación a otro, porque se extienden las plagas, pero gastado que la charca se estaba secando, he pescado unos cuantos y, en varios viajes, los he ido transportando a la alberca donde, por otro costado, no quedaban renacuajos que pudieran infectarse de ninguna enfermedad.
Estos días ha pasado poco extraordinario. La charca se ha ido vaciando, no tanto por mis extracciones como porque los chavalines han cumplido su ciclo: les han saliente patas, han perdido la posaderas y, convertidos en pequeños sapos, han empezado a explorar la tierra húmeda y una sombra próximo a las zarzas. Son tan requetepeños que hay que andarse con cuidado para no pisarlos. Una mosquita es maduro que uno de estos sapos que parecen salpicaduras de alquitrán. En el imaginario popular el sapo es un bicho cubierto de verrugas que si la princesa consigue acariciar sin echar la papa se transforma en un príncipe. La rumor se queda corta. El sapo es un Rockefeller de las charcas, que empieza desde lo más bajo, enfrentado a jabalís, serpientes y limpiadores de albercas.
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