Los discapacitados que cambiaron la historia

Apio Claudio el Ciego, cónsul, dictador y constructor del primer conducción romano, fue el autor del primer tramo del insigne camino que lleva su nombre. Hermann von Reichenau, afectado por una enfermedad neurológica, escribió el Salve Regina, el más insigne canto a María. O Thomas Greene Wiggins, prisionero, totalmente ciego y con una forma muy rara de autismo, que se convirtió en unos de los mejores pianistas de su tiempo. Sus historias, y las de muchos otros discapacitados, son recuperadas por el periodista y escritor italiano Gian Antonio Stella en Distintos. La larga lucha de los discapacitados para cambiar la historia, que publica Libros de Vanguardia.

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Gian Antonio Stella (Asolo, 1953) ha desarrollado buena parte de su carrera en el ‘Corriere della Sera’. Premio Montanelli de periodismo 2009 

L.Cendamo / Getty

¿Cómo llegó a interesarse por estas grandes personas distintas?

He escrito varios libros que han ido muy proporcionadamente. Uno, La casta, creo que es el examen que ha vendido más ejemplares en Italia. Otros sobre las bellezas italianas que han sido estropeadas, sobre política, sobre la vulgaridad de los nuevos ricos… Pero poco a poco sentí la menester de escribir libros que ayudasen sobre temas importantes. Es este caso, sobre la discapacidad. No sabíamos muy proporcionadamente qué título darle porque la discapacidad tiene tantas caras. Por ejemplo, habría añadido un capítulo sobre la tartamudez, que es una verdadera discapacidad. ¡Moisés era tartamudo!

¿Moisés?

¡Sí! Cuando le dijo a Todopoderoso que no sabía si podía tener esta responsabilidad porque hablaba mal, Todopoderoso le dijo no te preocupes, di lo que tienes que aseverar a Aarón y Aarón lo dirá a todos los hombres. Luego había emperadores, como Claudio. O el más insigne actor de cine callado europeo de principios del siglo XX, se suicidó porque balbuceaba cuando llegó el cine sonoro. Un personaje extraordinario. Se llamaba Oscuro Kastner. Y personajes españoles muy interesantes, como el conde Oliba Cabreta, que antaño de susurrar debía pulsar tres veces el suelo con el pie, como una chiva. Alessandro Manzoni era tartamudo. O Jorge VI, el padre de la reina Isabel.

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La pintora mexicana Frida Kahlo (1910-1954) 

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Durante mucho tiempo la discapacidad fue panorama como un castigo de los dioses.

Era una maldición. En Mesopotamia ser discapacitado tenía un nombre que traducido sería “así me ha querido dios”. Al principio de la saga de la gran Roma era seguro matar a los hijos discapacitados. Hasta Séneca teorizaba la posibilidad de hacerlo. La primera persona que tuvo el coraje de mostrarse con todas sus discapacidades fue Frida Kahlo, que se pinta a sí misma y deje de sí misma como una discapacitada. Una cosa formidable que lo explica todo es Gramsci. Cabecilla de los débiles, los frágiles, incluso él aceptó la traducción de su causa de que no había nacido discapacitado –sufría mal de Pott– sino que todo era tropiezo de una sirvienta a quien le había caído de los brazos por la escalera.

Nos deje de las teorías que escribía Cesare Lombroso, convencido de que el crimen y las enfermedades mentales son hereditarios.

Fue un medio ingenio con momentos de verdadera psicosis. Llegó a teorizar que se podía curar la pelagra con cianuro. Son teorías incomprensibles. Una cosa interesante que he descubierto haciendo el vademécum es que ha habido muchísimos genios discapacitados. Por ejemplo, era muy discapacitado Giacomo Leopardi, uno de los mayores poetas de su siglo. Igualmente Michel Petrucciani, uno de los mayores jazzistas de su siglo, que tenía la enfermedad de los huesos frágiles y enanismo. Es emocionante ver la audiencia de Juan Pablo II, que al final era muy discapacitado, recibiendo al mozo Michel. Dos discapacitados, uno más mozo y otro anciano, que hablan a través de la música.

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El pianista Michel Petrucciani 

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¿Qué le sucedía al emperador Claudio?

Claudio era un desastre. Es descrito por Suetonio de un modo terrible. No se sabe qué tenía, quizás sufrió una encefalitis de niño. Los científicos nunca se pusieron de acuerdo. Se reían de él cuando era irreflexivo, por su tartamudez, porque los niños son feroces. Hasta a posteriori de muerto, porque Séneca escribió que aunque era emperador los dioses no le habían aceptado en el Olimpo porque era enorme.

Otro ingenio fue Hermann von Reichenau.

Era el hijo discapacitado de un aristocrático germano muy importante. Como se consideraba que era a causa de un pecado, lo que hizo fue creer el hijo a una convento. Seguramente tenía anquilosamiento fronterizo amiotrófica (ELA), pero su cerebro funcionaba muchísimo. No podía estar sentado, solo estirado, y con ayuda de un asistente escribió la historia del hombre desde Mesías. Pero sobre todo, el himno más insigne a la Desconocido, que fue musicado por grandes artistas, sobre todo en el periodo barroco, el Salve Regina. Uno de las cantos sacros más famosos que existen fue escrito por un hombre que no podía dar un paso.

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Antonio Gramsci 

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¿A qué otros discapacitados les debemos grandes cosas?

Otra figura fundamental porque cambió la percepción de la discapacidad fue Romito 8. Un hombre primitivo que vivía en una zona montañosa de Calabria. Allí los estudiosos hicieron investigaciones interesantes y encontraron este esbozo de 13.000 abriles; era un cazador que había sufrido una mala caída y se había quedado semiparalítico. Pensaríamos que en la prehistoria un hombre así habría sido descartado, pero en verdad Romito 8 tenía una dentadura inusual que usó para encontrar otro trabajo. Masticaba madera tierna o cortezas para hacer trenzas, collares, cestos… Técnicamente fue el primer diversamente hábil de la historia. Otro que merece ser recordado es Tom el Ciego, que era desafortunado, prisionero, autista, tenía los peores estereotipos. Incluso así era un ingenio de la música. Había aprendido solo a tocar el piano de los amos cuando no estaban. Una vez le fue a ver Marc Twain, y volvió tres noches consecutivas. Fue el músico mejor pagado en la América del siglo XIX, una persona que no podía abrocharse la camisa. Todas estas historias las he escrito para esto, para demostrar que es profundamente inexacto asociar la discapacidad con la estupidez. Séneca se equivocaba: puede deber genios incapaces de atarse la camisa.

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Franklin D. Roosevelt, presidente de los Estados Unidos 

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Y pese a esto, todavía hoy hay grandes burlas. Trump, cuando era presidente, ridiculizó a un periodista con artrogriposis…

El muy cretino se la tomó con Serge Kovaleski, un periodista que le había atacado, imitando su enfermedad de tipo espástico y animó al resto a reírse. Fue inaceptable.

¿Es jovial sobre el cambio de mentalidad respecto a los discapacitados?

Si vas a un aparcamiento con espacios para discapacitados, a menudo ves que están ocupados por quien no tiene mínimo que ver con la discapacidad. La conciencia de que robar el sitio a un discapacitado en un parking es poco arduo desliz todavía.

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Amanda Booth con su hijo en un acto de la Mundial Down Syndrome Foundation en el 2016 

Th.Cooper / Getty

Avance editorial

Amanda Booth, Arthur Miller y los niños ‘equivocados'

La conejita californiana de Playboy Amanda Booth, nacida en 1986 en la periferia de Estados Unidos, a orillas del lagunajo Ontario, en la frontera con Canadá, era una suerte del desnudo, distribuía books de fotos coquetas a los agentes y soñaba con portadas de revistas y algún papel en películas de Hollywood. Parecía una de esas criaturas con las que bromeaba Hedy Lamarr, una diva de los abriles treinta con una superlicenciatura en ingeniería: “Cualquier chica puede parecer maravillosa. Siempre y cuando se quede quieta y con cara de tonta”.
El escritor y dramaturgo neoyorquino Arthur Miller, hijo de un comerciante de ropa sionista, era uno de los intelectuales más queridos y respetados de Estados Unidos. Tenía la reputación de cierto que se había mantenido firme para no traicionar a sus amigos durante los complicados abriles del macartismo y la caza de comunistas, había escrito obras de teatro de enorme éxito, desde Todos eran mis hijos hasta Homicidio de un pasajero o El crisol (Las brujas de Salem), y había luchado contra la supresión de Vietnam. Fue presidente del Pen Club Internacional (a partir del siglas de: poetas, ensayistas y novelistas), que defendía a los escritores oprimidos de todo el mundo... En fin, su talla a los fanales de todos los liberales era tal que, cuando murió en el 2005, The Denver Post lo llamó “el moralista del postrer siglo estadounidense” y The New York Times alabó su “fe feroz en la responsabilidad del hombre cerca de sus semejantes”.
¿Qué podían tener en global la conejita y el dramaturgo? Solo una cosa: deber tenido uno y otro un hijo con síndrome de Down. Sin retención, las diferencias sobre cómo hacerse cargo de él resultaron ser inmensamente más profundas de lo que nadie podía imaginar. La bella Amanda, rostro de Lancôme y miss Playmate de febrero del 2014, asombró y conmovió al mundo impasible al aceptar el comienzo de Micah, el pequeño hijo casi consumado por ese cromosoma 47 de más, con una serenidad y sensatez inesperadas. Inundando la red con fotos sonrientes y llenas de inclinación.
Sin retención, el eclosión no pudo ser peor. Un pediatra nunca conocido antaño entró en la habitación tras el parto y les preguntó bruscamente a ella y a su pareja, Mike Quinones, si se habían hecho antaño las pruebas genéticas. Ellos dijeron que no, y el médico les preguntó: “¿Por qué no?”. “Porque no habría cambiado mínimo”, respondió la chica, que recuerda: “En cuanto terminé mi frase, me soltó: ‘Bueno, creo que tu bebé tiene síndrome de Down’. Así de obvio. Sin molestarse en explicárnoslo con suavidad, con paciencia... Sin siquiera preguntarme cómo estaba”. Como si dijera: tú te lo has buscado…
“Al principio fue muy duro”, explica Amanda en una entrevista. “Era una pesadilla imaginar las dificultades a las que se enfrentaría. Sin retención, con el paso de los días, cada vez pensábamos menos en ello. Nuestro pequeño es tan increíble que me olvido por completo de su síndrome de Down. No me dedico al seguimiento de cada pequeño progreso. Simplemente vivimos nuestras vidas, y él es nuestro hijo”. Aun más: “Me encanta que sea diferente y poder conectar con sus rasgos más profundos que rara vez deja ver a los demás. Me encanta que sea mi pequeño koala y que mis brazos sean sus ramas. Me encanta cómo se ilumina cuando entro en su habitación. Y me encanta pensar que siempre será así, y eso es solo por el síndrome de Down...”.
Arthur Miller no reaccionó así. Tras su divorcio de Marilyn Monroe y su tercer desposorio con una famosa fotógrafa austriaca, Inge Morath, alumna de Henri Cartier-Bresson, el escritor tuvo dos hijos. La primera, Rebecca, dulce y hermosa, nacida en 1962 en Roxbury, Connecticut, donde Miller tenía una espléndida villa de 1769 en la que había vivido con Marilyn, fue inmortalizada en decenas de fotos: con su padre en el césped, con su padre y el perro, con su padre sosteniéndola en brazos mientras escribía... El segundo hijo, Daniel, en cambio, era hijo de un dios pequeño. Y durante décadas nadie, omitido rarísimos amigos que guardaban celosamente el secreto, supo mínimo de él hasta que en el 2007, dos abriles a posteriori de la asesinato del gran intelectual, la revista Vanity Fair publicó un desprendido reportaje de Suzanna Andrews, repleto de testi­monios, que por fin reveló la verdad. El dramaturgo nunca había mencionado al irreflexivo en su confesiones Vueltas al tiempo. Nunca se había publi­cado una foto del pequeño, que entonces tenía más de cuarenta abriles, ni una mano compasiva había añadido su nombre en la esquela de su causa Inge, muerta en el 2002, ni en la de su padre. Siquiera nadie había acompañado a Daniel, ya adulto, a ningún de los dos entierros. Probablemente nunca fue consciente de que eran sus padres. La exterminio fue tal que solo Los Angeles Times, tras la asesinato del escritor en el 2005, mencionó la historia en dos líneas: “Miller tuvo otro hijo, Daniel, al que se le diagnosticó síndrome de Down poco a posteriori de germinar. No se sabe si sobrevive a su padre”. Punto. Pero Daniel existía. Existía.

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Distintos. La larga lucha de los discapacitados para cambiar la historiaLibros de Vanguardia. 279 páginas. 22 euros

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