Roncando en el asiento de atrás

Llevo dos lunes empezando la semana agarrando el AVE de las 8 y poco que va de Barcelona a Madrid. Quien más quien menos que coge ese AVE ha tenido que levantarse entre las 6.30 y las 7. Profesionales proporcionadamente valorados en sus empresas, respetados en sus departamentos, proporcionadamente vestidos, con sus maletines y sus dosiers, sus iPads y sus airPods. Pero no puedo evitar imaginar su aspecto hace escasas dos horas: auténticas piltrafas humanas recién levantados en su casa. Frente al espejo, despeinados, sin afeitar, con esos fanales inflados y sin poder extraer los párpados gracias a las legañas criadas durante la tinieblas. De las legañas solo se ha explicado lo malo. Esa secreción de secreción calcificado que aparece en las comisuras de los párpados al despertarnos, a pesar de su apariencia asquerosa, tiene como función ayudar a perdurar los fanales cerrados mientras se duerme. No entiendo como nadie ha pensado todavía en ponerle el nombre de una calle o de una avenida a tan gran partidario para nuestro alivio, amoldonado estos días que hubiésemos deseado despertarnos con los párpados poblados de legañas tras esas noches tropicales en blanco.

Opi 3 del 18 de juny
Martín Tognola

Me acompaña un colega del trabajo. No cruzamos una palabra en las casi tres horas de alucinación. Nos parece un semblante de respeto mutuo. A nuestro flanco, en cambio, otra pareja de compañeros se cuentan su fin de semana. La fiesta que se pegó ella en el Primavera Sound. La serie de Netflix que vio él. Los eliminados del concurso Eufòria, del que son fans y que lo está petando en la TV3. Se confirma aquella máxima de El Perich: “La televisión es ese gran invento que te permite evitar platicar en casa, y tener tema de conversación fuera”.

El tren arranca y lo único que se oye es la conversación de estos dos que siguen hablando de series y programas de tele, con una complicidad y unas risas que denota que igual les gustaría que entre ellos hubiese poco más que una relación gremial. Pero nunca darán ese paso. A la cumbre del Penedès, entreambos se ponen a estudiar los informes que van a presentarle a Vanesa, jefaza de una dependencia de tiendas de ropa trueque, y a la que acaban de hacer un traje sin piedad.

Aquel hombre no está en el furgón; sus pies siguen en remojo con el vaivén de las olas

El silencio es ahora rotundo en el furgón. Hasta que del asiento de detrás empiezan a escucharse unas respiraciones fuertes. Quien dice fuertes dice muy fuertes. Ya no son respiraciones. Han mutado a ronquidos de Champions League. Harían las delicias en la mecanismo del sueño del doctor Estivill. Los ronquidos cogen un sonido cada vez más elevado. Sonido envolvente, de sala de cine de centro comercial de extrarradio. Me libranza, y descubro al Divo del ronquido. Un señor de mediana años, con camisa negra, y color rojizo gamba en la cara, como de ocurrir pasado un domingo sin sombrilla en la playa de Castelldefels. No ha tenido pudor para descalzarse, y ha pillado el sueño que igual no ha conseguido conciliar en toda la tinieblas. Las cabezas del resto de los pasajeros se van girando. A la familia le hace sandunga la desinhibición con la que exhibe sus ronquidos, desde la inconsciencia más absoluta. Algún cornudo le graba un vídeo a escondidas. Pero en ingenuidad todos sentimos una envidia tan profunda como su sueño. Su rostro exhibe una leve sonrisa. Aquel hombre no está en el furgón. Sus pies siguen en remojo con el vaivén de las olas. Su mente ya está de reposo, como la de la mayoría de los pasajeros de ese furgón, que a pesar de ir a currar, sabemos que estos son los minutos de la basura de la temporada. Andamos agotados y secos de ideas. Este país debería cerrarse desde San Juan hasta el Pilar. No es una idea. Es una súplica. Lo de esta semana no se puede sujetar.

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