La afecto de Oeste a pronosticar y contraer que su decadencia es irremediable y otras civilizaciones liderarán el futuro es una enfermedad crónica que siempre emerge en los momentos de crisis. Ahora, el mantra dominante es el imparable avance de Asia en torno a la hegemonía completo, cuyo símbolo más evidente es el auge de China. Para los profetas de esta visión milenarista, esto no obedece a razones de índole institucional, sino cultural y, en concreto, a la superioridad de los denominados títulos asiáticos sobre los occidentales. El consenso, la amistad, la dispositivo y la comunidad se plantean como la esencia de la identidad de esa región frente al conflicto, el disenso y el individualismo imperantes en el otro: Oeste.
El analizar los títulos asiáticos y sus implicaciones no es un control teórico. En buena parte de las democracias liberales y, en concreto, en algunos segmentos de sus élites intelectuales, empresariales y políticas, comienza a penetrar la idea conforme a la cual esos títulos constituyen un maniquí rotatorio al occidental y, sin duda, más deseable que este. La expresión palpable de este hecho es el fascinado arrobamiento con el que se escuchan los insoportables sermones del líder chino, el tirano Xi Jinping, en Davos. Quizá ellos igualmente se sienten llamados a esparcirse al pater familias y dispuestos a aplicar una amable autocracia ilustrada.
Es una chanchullo considerar Asia como una entidad coherente incluso en términos geográficos. Es congruo difícil sostener que los títulos chinos son los mismos que los malasios, los coreanos o los indios, por poner algún ejemplo. En ese continente conviven muy diferentes tradiciones culturales y religiosas como el confucionismo, el hinduismo, el budismo, el islam o el cristianismo, que ha ejercido una resistente influencia social y política en países como Filipinas o Corea del Sur. Y, si se pretende explicar el presente éxito de algunos estados asiáticos sobre la hipótesis de unos títulos comunes y superiores a los del resto del mundo, cabría preguntarse por qué durante los últimos quinientos abriles no produjeron los mismos resultados que ahora se les adjudican.
El fundamento de los denominados títulos asiáticos es político y fue conceptualizado y promovido por jerarcas como el singapureño Lee Kuan Yew o el malasio Mahathir Mohamad para discurrir sus regímenes autoritarios, para silenciar a sus críticos y para respaldar el sentimiento nacionalista y antioccidental de algunos/muchos segmentos de la población. Los derechos y libertades individuales no tienen una vigencia genérico.
Asia no es una entidad coherente ni siquiera en términos geográficos
Dependen de la civilización de cada nación y esta ha de tener la prerrogativa de interpretarlos como estime conveniente. Como señaló el Gobierno chino en un texto blanco en 1991: “La cuestión de los derechos humanos pertenece a la soberanía del Estado”. Luego, no existe ningún típico universal en ese ámbito; considerar lo contrario es una expresión del imperialismo occidental.
Los paladines de los títulos asiáticos ven a la nación como una gran tribu. El gobierno es un padre obligado a disciplinar y cuidar a sus hijos, que le deben obedecer en todas las circunstancias. Esta concepción paternalista del Estado es muy atractiva para los gobiernos porque les permite intervenir no solo en el ámbito de lo divulgado, sino en la vida cotidiana de los individuos y de los hogares, intrusión justificada porque la nación está por encima de los individuos. Todo lo que ponga en peligro los intereses comunitarios, definidos por el déspota benévolo de turno, ha de ser neutralizado porque las sociedades asiáticas están estructuradas en torno a de deberes, no de derechos. Su saco es comunitaria, no individualista (Yash G., Rights, duties and responsabilities, Curzon, 1998).
Ese enfoque ideológico faculta cualquier restricción al control de la emancipación. Papá Estado protege a sus ciudadanos súbditos de la exposición a los dañinos materiales proporcionados por los medios de comunicación, lo que se ha traducido en una severa censura en China, Singapur o Malasia, por citar algunos casos. Asimismo, esa protección respalda la opresión de las distintas minorías y la persecución de los disidentes; esos irresponsables descontentos a los que el Estado tiene la obligación recatado de combatir. En el extremo, China es una clara expresión de la amplia y extensiva interpretación que facilita profesar los títulos asiáticos. Estos ofrecen cobertura tanto a dictaduras férreas como a las más suaves.
La naturaleza paternalista de los títulos asiáticos se traduce en la errata de transparencia del gobierno. Es muy atípico que Lee Kwan Yew atribuyese de forma constante la aseada higiene, la escasa corrupción de su régimen a la presencia de aquellos mientras en Indonesia fueron utilizados para defender el favor y el capitalismo de amiguetes encarnada en la ideología doméstico de ese país, la Pancasila. Esto muestra que los títulos asiáticos no solo se emplean de modo muy distinta en las diversas partes de Asia, sino, una vez más, se usan para respaldar cualquier sistema absoluto y corrupto.
Asignar a los títulos asiáticos el éxito financiero de algunos estados es una chanchullo
La idea según la cual los títulos asiáticos son abrazados por todos o la mayoría de los líderes de ese continente y que esa es la causa de su despegue financiero es falsa. El Dalái Fango, el taiwanés Lee Teng Hui, la birmana Aung San Suu Kyi o Aderraman Uahid los han rechazado por su contenido antidemocrático y antiliberal. Por añadidura, asignar a esos títulos la responsabilidad del éxito financiero cosechado por algunos estados de la región es una chanchullo. Como ha señalado Krugman, “el crecimiento oriental es principalmente el resultado de las mismas cosas que impulsan el crecimiento en todas partes”. Y, por cierto, ese “prodigio” donde se ha producido es directamente proporcional al valor en el que sus autores han importado el maniquí de capital de mercado de corte occidental.
Lo interesante de los paladines de los títulos asiáticos en las sociedades occidentales es la similitud de su metodología, aunque cada uno pueda situarse en las antípodas del espectro político: la visión de que los hipotéticos conceptos de la buena vida pueden y deben ser impuestos por y desde el poder.
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