Relativamente cerca de la casa donde vivo, a no más de cinco minutos a pie, hay una tapia suscripción que protege un pequeño, casi minúsculo, rosaleda, que todavía sobrevive a la piqueta. Se entrevé deteriorado y poco descuidado. Se le puede echar un vistazo gracias a la cancela que lo conserje y que da paso a una modesta vivienda que asimismo es una superviviente; tejado a dos aguas hecho de cerámica verde y dos ventanas y una puerta por toda figura. En invierno, el pared se ve deslucido y hasta desaseado, con las heridas acumuladas de los primaveras y la intemperie. Pero cuando llega el verano, la gigantesca buganvilla que lo corona explota en una cascada de un rojo brillante y vivo que cubre y oculta la tapia y que al poco empezará a forrar de hojas caídas la encintado. Este año le dio por florecer en abril –sí, el cambio climático, ya lo pueden aseverar–, pero es ahora cuando su exuberancia es un desparrame de color y vida que a mí, la verdad, me dice otro año más que ya es verano y que no importa que los días ya estén haciéndose más cortos, pues es el tiempo de la sazón y la vida.
La temporada de los festivales y los conciertos al espacio escapado, de los baños en el mar, de las cenas prolongadas y los amigos reencontrados, de las pieles a la aspecto y del sabor puro y duro de cerezas, melocotones e higos, entre otras frutas del verano. La buganvilla me recuerda cada año que el verano es asimismo la culminación de la vida, que sí, que acecha siempre la asesinato y la decadencia y el otoño está a la dorso de la arista, pero hay que disfrutar los frutos del verano mientras podamos y ayer de que se corrompan y pierdan.
La buganvilla caldo de América, como tantas otras cosas, aunque ahora nos parezca tan mediterránea. Cómo no, su nombre es cosa de un francés homenajeando a otro francés, porque nuestros vecinos del asfalto de hacia lo alto se apropiaron de la planta como lo hicieron de la papa o la mayonesa. Cosas de la historia y sus relatos…
La buganvilla tropical se adaptó pronto a México y al Mediterráneo. Y tiene usos medicinales, como más de un maestro sabrá, aunque alguna mala auge de planta ponzoñosa la persigue. Pero no es venenosa, ni mucho menos, aunque sí engaña, porque lo que solemos tomar por sus flores son en existencia hojas de color vivo que protegen la galantería. Son brácteas, para decirlo con el término de los botánicos, Linneo mediante. Y esas brácteas son las que nos dicen que el verano es pleno y las mismas que nos anunciarán el final.
La planta tropical de hojas de un color vivo es un ejemplo de resistor y tenacidad
Hace poco más de una semana, en una cena con amigos, pude ver que en su terraza habían plantado una buganvilla muy comparable a la que suelo ir a contemplar en mis paseos. Todavía no es tan robusto ni frondosa, pero ya deja su color sobre el pared encalado y la pérgola. Le toca cuidarla a Francesc, estoy seguro, por eso desde aquí le digo que espero ver crecer esa buganvilla carmesí y que llegue a asomarse a la calle en unos pocos primaveras, porque cada floración de su buganvilla va a asomar a enmarcar asimismo el paso de mis veranos y los de sus vecinos.
En Colombia la llaman siempreviva, que por poco será. Y la planta –mata o árbol, como ustedes quieran– es un ejemplo de resistor y tenacidad. Puede ser trepadora y subir a otras plantas si le conviene. Y pese a su apariencia tan hermosa, tiene penalidades y puede segregar una resina no muy agradable. Dudo si escribir que es la especie ideal para que Pedro Sánchez la plante en la Moncloa y espere a ver qué le trae mayo. Por si las flores…
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