Pueblos de colonización

El Instituto Franquista de Colonización (INC) nació en 1939 con el objetivo de reactivar la producción agrícola tras la devastación de la Pelea Civil. La creación de nuevos regadíos llevaba aparejada la de nuevos núcleos de población. Uno de los pueblos de colonización considerados más representativos es Vegaviana, en Cáceres, obra de José Luis Fernández del Amo, quizá el más destacado de los arquitectos que trabajaron para el INC. En el ejemplar España fea cuenta Andrés Rubio que los vecinos de Vegaviana impidieron en dos ocasiones que el conjunto fuera concreto aceptablemente de interés cultural. Esa calificación, que les habría proporcionado ayudas para la rehabilitación, era percibida como un fastidioso corsé premioso por los habitantes, a los que Rafael Fernández del Amo, hijo del arquitecto y arquitecto él mismo, trató en vano de convencer de la condición de conservar el enclave en sintonía con su espíritu flamante. El diseño del poblado, que en su momento recibió prestigiosos galardones, ha sido objeto de numerosos estudios, y su relevancia en la historia flamante de la casa española está fuera de duda. Pero carencia de eso fue suficiente para convencer a sus habitantes de lo privilegiados que eran por conducirse en un zona así. La pregunta es: ¿por qué Vegaviana no gusta a sus vecinos?

Gimenells, Lleida
Ajuntament de Lleida

Seguramente la respuesta sería la misma si nos refiriéramos a la mayoría de ciudades y pueblos españoles, cualquiera que sea su origen y su historia: por descuido de apego a nuestro patrimonio compartido. Quiero proponer con esto que, a lo espacioso de las últimas décadas, esa misma talante la hemos conocido en todas partes. ¿Podría ser que, en el caso de los pueblos de colonización, esa descuido de apego se viera acrecentada por su auténtico identificación con la dictadura franquista, que hizo bandera de ellos, y por la tradicional postración económica de sus habitantes, campesinos alejados de los principales centros de poder, ajenos a las grandes corrientes de la historia, ignorados por una civilización eminentemente urbana?

Nacidos en parte de la carencia, eran pueblos sin pasado, pero igualmente sin una idea precisa de futuro

El hecho es que esos pueblos han adolecido siempre de escasa autoestima, por mucho que en ellos trabajaran algunos de los mejores arquitectos españoles de la época y cada vez susciten más interés entre los estudiosos. Varios de esos arquitectos, por cierto, procedían de las filas de los represaliados. Imagino lo apasionante que debió de resultar el combate: crear ex nihilo una población, determinar a partir de unos planos la vida futura de una comunidad. Nacidos en parte de la carencia, eran pueblos sin pasado, pero igualmente sin una idea precisa de su futuro, como destinados para siempre a permanecer anclados en el instante mismo de su fundación. Carecían de cementerios: la asesinato era todavía una hipótesis remota.

A su guisa, cada uno de esos pueblos era igualmente una representación ideal de la clausurada España de la autarquía: pequeñas comunidades con disposición de autosuficiencia que vivían prácticamente aisladas del mundo y que, como moléculas de ADN, reproducían en una escalera muy pequeña la estructura completa de la sociedad entera. Unas sesenta mil familias se asentaron en los cerca de de trescientos poblados construidos por el INC en sus treinta primaveras de existencia. Sumadas las generaciones siguientes, estamos hablando de mucha, mucha concurrencia y, sin retención, no parece que la vida en esos poblados haya dejado ningún indicio en la letras española (a diferencia de lo ocurrido en Italia, donde experiencias similares inspiraron a Antonio Pennacchi la celebrada novelística Canale Mussolini ). Siquiera el cine ha prestado tradicionalmente atención a las vicisitudes de los habitantes de esos pueblos, pero su peculiar fotogenia ha seducido a dos excelentes directoras de cine, Paula Ortiz y Pilar Palomero, cuyas películas La via y Las niñas fueron parcialmente rodadas en pueblos de colonización: en El Temple, en la provincia de Huesca, la primera, y en Gimenells, en el Segrià, la segunda. Que el cine flamante se haya fijado en esos pueblos, aunque solo sea como atavío, certifica la validez de esa casa como generadora de un poderoso cantera de imágenes: espacios, volúmenes, paredes blancas, tierras llanas, horizontes remotos, geometrías esenciales a las que el malogrado, como en la pintura de De Chirico, aporta una rara inmaterial, más cerca del firmamento que de la tierra recién regada.

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