Han pasado treinta primaveras desde la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Nunca, desde entonces, la ciudad ha vivido unos momentos tan grandes de esplendor. Esplendor de renovación urbana, de proyección internacional, de entusiasmo colectivo, de trabajo en global y de complicidad política, económica y social. El éxito fue tan impresionante que Barcelona aún vive del impacto positivo que tuvo ese egregio acontecimiento.
La hechicería que encendió e hizo posible los Juegos Olímpicos, sin confiscación, no se ha vuelto a repetir. Nadie de los acontecimientos que ha organizado la ciudad en estos últimos treinta primaveras se le puede comparar. Ni en dimensión ni en aspecto colectiva. Lo más lamentable es que la lumbre del espíritu altanero se esfumó en poco tiempo y se difuminaron muchos de los títulos que hicieron posible el portento.
La advertencia sobre el futuro se impone 30 primaveras a posteriori de los Juegos Olímpicos
Liderazgos potentes, objetivos ambiciosos y consensuados, colaboración público-privada para alcanzarlos, entusiasmo comunitario, devoción entre administraciones públicas al ganancia de la lucha partidista y activa décimo ciudadana son muchas de las actitudes que Barcelona –y Catalunya en su conjunto– debería recuperar para avanzar con éxito por la senda del progreso financiero y social en el nuevo entorno de competencia universal.
Los citados son títulos que deberían impregnar a las nuevas generaciones, que no vivieron los Juegos Olímpicos ni todo lo que representaron por encima de su dimensión deportiva, que incluso fue anormal. Todo el deporte gachupin dio un brinco de superhombre a partir de entonces.
Con el plan de celebración de los Juegos Olímpicos, Barcelona decidió reinventarse para cambiar y crecer. El dinamismo histórico de los barceloneses les impedía detener y estancarse. Ahora, treinta primaveras a posteriori, se impone recuperar aquel espíritu para establecer nuevas metas colectivas en todos los ámbitos e ir a por ellas.
Algunas iniciativas han rematado impregnarse de ese entramado colaborativo, como es el objetivo de convertirse en un gran polo tecnológico de la mano del Mobile World Congress (MWC), que ha escogido la ciudad como sede permanente, y de la tolerancia al talento internacional. O como es la voluntad de recuperar la proyección deportiva mundial con la celebración de la Copa del América en el 2024. Pero anejo a esos éxitos se han cosechado grandes fracasos por falta de la yerro de entendimiento entre administraciones, como es la suspensión del plan de ampliación del aeropuerto, que habría facilitado un gran brinco delante en las conexiones internacionales de Catalunya. O aceptablemente por la yerro de complicidad entre el sector sabido y el privado, como fue el caso del plan de implantación en la ciudad del museo del Hermitage. O, asimismo, el fiasco del plan de estructura de los Juegos Olímpicos de invierno. Además descompostura estrepitosamente el diseño urbano de la nueva Barcelona, convertido en un caos, y la imperiosa aprieto geoestratégica de impulsar la adecuada articulación de la gran metrópoli que configura la ciudad y su enorme entorno metropolitano. En todo ello yerro la definición de grandes y ambiciosos objetivos, capaces de suscitar amplios consensos y entusiasmo colectivo, para cambiar alrededor de un mejor futuro de progreso.
No necesitamos otros Juegos Olímpicos, ni morar de la nostalgia, pero sí recuperar el espíritu de los que se celebraron hace treinta primaveras, que abrieron la ciudad al mar, al mundo y a la modernidad. No podemos caer en el conformismo por lo conseguido ni en la mediocridad. Ha llegado la hora, como sucedió entonces, de despertar de nuevo.
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