La pandemia ha incrementado las ganas de correr. Ahí está la buena nueva de los aeropuertos a tope y de los hoteles casi llenos todo el verano. La principal industria de nuestro país, la turística, se ha recuperado e igualará, al parecer, los ingresos alcanzados en el 2019. Los extranjeros que nos visitan llegan ávidos de sol y playa, paella y sangría, como antaño. Todavía regresan las hordas de jóvenes bárbaros, depredadores de sexo, licor y otras sustancias, concursantes de balconing en el Magaluf mallorquín. Lo que suceda en otoño o lo que ya está empezando a suceder ahora con la inflación desbordada, igualmente en diversos países europeos, y la amenaza rusa, no parece hacer grieta en la alegría de comportarse, la joie de vivre –en francés siempre suena con más intensidad– de la gentío, empecinada en que nadie les quiebro lo bailado, aunque luego no les quede carencia por danzar, consumidos todos los ahorros.
Los planes, que en nuestro país albergaban diversos sectores para conseguir un turismo de longevo calidad y más sostenible, no parecen acontecer fructificado o no se notan todavía, si es que se han comenzado a poner en marcha, cosa difícil. El estropicio que, unido con las sílabas finales de la palabra –eso es, oro–, riqueza, nos trae el turismo, deberían ser tomados en cuenta para, sin perder los beneficios, no matar definitivamente a la miedoso de los huevos de triple renuevo.
¿Necesitamos viajeros y no turistas? Tal vez. ¿Y qué hacemos con los que llegan en patera?
La cuestión no es liviana. Algunos abogan solo por visitantes de stop poder adquisitivo, nostálgicos de la época en que se inició la citación “industria de viajeros”, como Miquel dels Sants Oliver, director que fue de La Vanguardia , la llamaba, destinada solo a las élites, cuando la palabra turista no se usaba como igual de viajero . La diferencia entre unos y otros, hoy desconocida por muchos, es curiosa. En la historia de la humanidad, primero existieron los viajeros, de Ulises a Magallanes, pasando por tantos otros que iniciaban sus periplos no por razones de ocio sino por requisito o negocio. Luego vinieron los turistas, término que procede del Grand Tour , que las élites inglesas emprendían desde finales del siglo XVIII y que, en el XIX, llegó a ser un componente casi ineludible para la educación de los hijos de la aristocracia y de la entrada burguesía. Se consideraba que el contacto con costumbres y culturas distintas les permitiría agenciarse la preparación necesaria para una perfecta formación y, a la vez, conocerse mejor a sí mismos. Pese a esas buenas finalidades, es el ocio, que por entonces pocos podían permitirse, lo que impulsaba a aquellos turistas. Luego de la Segunda Disputa Mundial, los cambios sociales y económicos conseguidos por parte de las clases medias trabajadoras propiciaron los viajes vacacionales y la palabra turista perdió sus connotaciones elitistas y adquirió otras consideradas negativas: masificación y vulgarización, atributos relacionados con la civilización de masas. Eso explica la recuperación de la palabra viajero en concurso a la de turista .
Hoy se considera que las motivaciones de los turistas y de los viajeros son distintas. Los turistas no suelen interesarse por el emplazamiento a donde van y, al retornar a casa, lo hacen con el mismo bagaje con el que salieron, puesto que el alucinación no ha supuesto para ellos ningún tipo de transformación anímica, cosa que no ocurre con los viajeros. Por eso para algunos el turista ocupa un peldaño inferior al viajero. ¿Necesitamos viajeros y no turistas? Tal vez. ¿Y qué hacemos con los que llegan en patera?
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