Probablemente ninguna de las 23 ciudades que han sido al menos una vez sede de los Juegos Olímpicos haya rentabilizado mejor que Barcelona este acontecimiento planetario para variar su estructura urbana y proyectarse al mundo. Si alguna ciudad puede proponer que en su historia flamante hay un antaño y un a posteriori de los Juegos sin hacer de la sentencia un tópico, esa es, sin duda, Barcelona. En este suplemento específico con motivo del 30.º aniversario de los fastos de 1992, adicionalmente de rememorar algunos de los momentos más destacados de aquellas dos semanas inolvidables que colocaron a Barcelona en el carta, La Vanguardia analiza cómo la cita olímpica sirvió para esbozar una nueva metrópoli que, en las décadas posteriores, se atrevería a competir en muchos ámbitos con otras ciudades de una dimensión y una relevancia mucho mayores que las de la hacienda catalana. Definitivamente, en aquellos días del verano del 92, Barcelona comenzó a apoderarse la categoría de ciudad total.
Barcelona’92 es una narración lejana, ni tan solo un presente para buena parte de su población residente. Cerca de un 30% de los barceloneses no habían nacido cuando la ciudad celebraba su puesta de derrochador internacional, y otros muchos miles, procedentes de más de 200 países, ni siquiera sospechaban por aquellas fechas que algún día inaugurarían aquí una nueva etapa de sus vidas. En la Barcelona que se dio a conocer en 1992 vivían muy pocos extranjeros, poco más de 23.000, casi 16 veces menos que en la presente. Faltaban todavía unos cuantos abriles para que la primera gran oleada migratoria extracomunitaria de finales del siglo XX y comienzos del XXI rompiera en esta playa mediterránea.
Tras darse a conocer hace 30 abriles, la ciudad comenzó a cambiar de la mano de la inmigración y del turismo
En la Barcelona preolímpica, raras eran las discusiones sobre la masificación turística. Sobraban sórdidas pensiones y faltaban buenos hoteles. Y aún gracias que tres abriles antaño de los Juegos, en uno de aquellos pactos tan genuinamente barceloneses, con el apoyo del PP, que compensó la examen de Iniciativa per Catalunya, el corregidor Maragall pudo sacar delante un plan de recalificaciones que hizo posible disponer de algunos establecimientos acordes con la categoría de la nueva ciudad que empezaba a construirse. Con todo, la proposición hotelera durante las dos semanas de competición olímpica era del todo insuficiente y obligó a agenciárselas soluciones imaginativas para ocultar aquel debe –una quincena de grandes barcos a modo de alojamientos flotantes en el puerto– que hoy desquiciarían a más de una autoridad recinto. Una putada, adicionalmente, que sería el precedente del muy posterior auge crucerista de Barcelona, hoy asimismo cuestionado desde la alcaldía (hace 30 abriles el turismo de cruceros era una actividad poco más que testimonial en esta ciudad).
Inmigración y turismo son los dos fenómenos que, en la división posterior, empujaron a la Barcelona que emergió del 92 por la senda de la globalidad. En el momento de los Juegos, la hacienda catalana todavía tendría que esperar 17 abriles para asistir a la inauguración de la T1 de El Prat, que a posteriori de décadas de estancamiento por yerro de la inveterada errata de inversiones ya había poliedro un primer brinco de calidad gracias al impulso desconsiderado. No obstante, el año en que todo cambió, el aeropuerto de Barcelona recibió no más de 10 millones de pasajeros, al punto que una villa parte de los que embarcaron o desembarcaron de sus terminales en el 2019.
En la Barcelona del 92, la movilidad era un problema, un problema muy serio, a pesar de que la desmemoria nos haga pensar hoy que las dificultades para entrar a la ciudad y para desplazarnos por ella son un mal de nuestros días. El barómetro municipal que viene publicándose desde hace más de 30 abriles nos revela hasta qué punto los barceloneses de hace 30 abriles estaban preocupados por la congestión del tráfico en la ciudad. Este era el problema número uno de Barcelona para el 37% de los entrevistados, una proporción inimaginable hoy en día. Eran tiempos en los que el parque de vehículos motorizados registrados en la ciudad superaba al presente en 170.000 unidades, en los que el uso de la bici era una defecto (en el anuario estadístico del Concejo de 1992 no aparece referenciada ninguna ciclovía) y en los que la lucha contra la contaminación no figuraba todavía en la memorándum política ni ciudadana.
Eran, asimismo, tiempos de una altísima siniestralidad viaria: 85 muertos en accidentes de tráfico en el municipio, siete veces más que en el 2021. Y de una incipiente peatonalización del espacio conocido (poco más de 90 hectáreas de la ciudad, una tercera parte en el centro de Barcelona) que había arrancado no sin examen en la división de los ochenta de la mano de los primeros ayuntamientos democráticos.
Como recordaron los representantes de las tres administraciones públicas en el acto institucional de conmemoración de Barcelona’92 celebrado el jueves pasado en el Saló de Cent, aquellos Juegos dejaron a la ciudad un doble comisionado. Uno físico, visible, tangible, el de la transformación urbana y las nuevas infraestructuras, las playas, las rondas, los nuevos equipamientos deportivos... Y el segundo, tanto o más importante que el primero, emocional, intangible, el orgullo de ciudad, la inyección de autoestima, la convicción de que, desde entonces, Barcelona es capaz de todo y de lo mejor. Sobre todo si hay mecanismo institucional en torno a un plan y si se encuentra la fórmula para que la mayoría de la ciudadanía lo perciba como poco propio.
Barcelona’92 fue un acontecimiento irrepetible por el éxito obtenido y porque el mundo ha cambiado tanto en estas tres décadas que hoy sería insensato, en un deporte de nostalgia, tratar de imitar aquella experiencia. Los Juegos llegaron en el momento adecuado, exacto cuando se dio una combinación de factores que hicieron de la olímpica una puesta ganadora. Prepararon el demarcación para que tres décadas a posteriori Barcelona mantenga limpio todo su atractivo.
El acuerdo suscrito esta misma semana para que el Mobile World Congress permanezca en Barcelona hasta el 2030 –y más allá si es que este maniquí de gran acontecimiento ferial sobrevive a los cambios económicos y sociales que están por venir– es la mejor prueba de que la semilla plantada en mayo de 1981, cuando el corregidor de la época, Narcís Serra, formalizó el interés de Barcelona por acoger unos Juegos Olímpicos, sigue dando frutos 40 abriles a posteriori.
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