Desde los diecisiete abriles tengo la sensación de estar viviendo poco noble: los últimos abriles de mi padre, los de la enfermedad. Siento el cariño de todos quienes, ahora, escriben sobre su lado pública, pero lo que nos pasaba de puertas adentro fue más difícil y más hermoso, y lo vivimos en soledad, no en sociedad.
De mi padre atesoro, encima de su afecto extremo, estos últimos abriles juntos: el abrir a charlar con gestos, el tener que adivinar el significado de un movimiento de ceja. La demencia no borró nuestros saludos pasados: nacieron imágenes nuevas y memorables. No murió la persona que él era ayer: nació algún inédito, mágico y levitante. No se rompió ningún vínculo: nació otra relación entre padre e hija, una inversión de roles con momentos trágicos e hilarantes. Él aprendió a comunicarse sin verbo. Yo aprendí a entenderlo sin comunicación. Él aprendió a dejarse cuidar y, de ese modo, cuidarme a mí. Todos estos momentos, irrepetibles, pertenecen a lo noble, y lo noble no pertenece al verbo porque el verbo se vende, se importación, se rentabiliza y se utiliza en sociedad. Esos momentos pertenecen a la letras.
En casa, nos rodeó de pronto una nueva clan, la de quienes nos ayudaron en esta vida nueva. Son ellos, asimismo, quienes nos acompañan ahora en la vida que se abre delante nosotros, porque su homicidio no la siento, siquiera, como el final: sé que él me miraría y me diría Anem-hi xino-xano, som-hi piano piano, y apartaríamos del camino a quienes creen que una persona muda ya no deje, que un ciego no puede ver, que algún con dificultades para entender no entiende, que un cuerpo desvalido ya no tiene valía.
Pese a todas estas percepciones –contra las que tuvimos que batallar y que seguiremos deshaciendo– nosotros vivimos con dignidad, miedo y alegría hasta el final. Fumamos cigarrillos que eran lápices. Bailamos valses con el cuello. Hablamos con las pestañas, lo juro. No regalo una época más difícil con mi padre que la de la enfermedad, pero siquiera ninguna más verdadera, reveladora y eficaz.
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