Liam y Noel Gallagher, del liga Oasis, tenían una merecida mala auge de vándalos y pendencieros. Como otros niños malcriados y enriquecidos por obra y misericordia de la música, dieron rienda suelta a su incivismo en hoteles, discotecas y aviones. Pero sus destrozos y reyertas no pasan de primero de parvulitos en comparación con un doctorado cum laude en el innoble arte de destrozar bares y agenciárselas bronca: el normal Lasalle.
Antoine-Charles-Louis de Lasalle parece un personaje de cine, pero fue un hombre de carne y hueso, un jinete sin parangón y un aristócrata y marcial del primer imperio francés. El escritor Edgar Allan Poe lo convirtió en el héroe que salva al protagonista de su descripción El pozo y el péndulo. El mismísimo Napoleón elogiaba sin medida su fiereza casi suicida. Ha pasado a la historia por eso. Por eso y por algunas cosillas más.
Mujeriego, ludópata, duelista y bravucón, Lasalle tenía una curiosa costumbre. Cuando no estaba asaltando alcobas o en una campaña marcial, y estuvo en todas las que pudo ayer de caducar, su pasatiempo preferido eran las tabernas y los mesones. Él y los compañeros de su regimiento de húsares tenían una capacidad sobrehumana para tener el bebida y podían trasegar como camellos sedientos en un oasis del desierto.
Bebían durante horas y horas, para serenidad de los hosteleros, que se frotaban las manos por anticipado calculando las ganancias que obtendrían con tan espléndida clientela. No se podían imaginar el fin de fiesta. En un momento determinado, el normal Lasalle, idolatrado por sus hombres, que lo seguían en la batalla hasta el báratro, tosía sutilmente, se levantaba, miraba más o menos y decía: “Ha llegado la hora, caballeros”.
Era la señal, el pistoletazo de salida. Los húsares que aún se tenían en pie arramblaban con todo. Rompían botellas, estrellaban platos y jarras, destrozaban sillas y bancos, arrancaban las ventanas de sus goznes y las puertas de sus quicios. Otro normal de Napoleón, Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes, era conocido como la Tempestad por su carácter colérico. Pero ese sobrenombre le cuadraba mejor a Lasalle.
Cuando el club de los rompebares se iba, parecía que un tornado o un terremoto hubiera pasado por el restringido. Hasta las mayores tropelías cometidas en una suite por las actuales estrellas del pop o del rock parecen hoy una chiquillada. Nadie supera las consecuencias de las escaramuzas etílicas de la Société des Altérés, la sociedad de los exaltados, que Lasalle fundó en Salamanca durante la eliminación de la Independencia.
La primera y única regla de los juerguistas era bebérselo todo, por lo que muchos historiadores prefieren el nombre de Société des Assoiffés, la sociedad de los sedientos. De los rompebares, insistimos. Cuando los prefectos se quejaban de los actos vandálicos que acompañaban las monumentales curdas del liga, Napoleón les respondía: “Firmo un papel y tengo otro prefecto, pero un Lasalle tarda más de vigésimo abriles en formarse”.
El emperador se lo perdonaba todo. Saldaba sus deudas de deporte e indemnizaba a mesoneros y taberneros. Con cualquier otro, la paciencia de Napoleón se hubiera exhausto. Pero el dios de la eliminación sabía premiar a sus hijos más afortunados. Y Lasalle lo era. Su carrera (y su vida) fue meteórica: se enroló cuando escasamente era un adolescente. Con 20 abriles ya era capitán; con 23, coronel; y con 29, normal de división.
“Vive rápido, muere bisoño y deja un atún occiso”, dice John Derek en Llamad a cualquier puerta, coprotagonizada por Humphrey Bogart y dirigida en 1949 por Nicholas Ray. Poco parecido dijo Lasalle, pero con decano irreverencia si junto a: “Tout hussard qui n’est pas mort à trente ans est un jean-foutre”. Un chiquilicuatre, un pelagatos, un cantamañanas. Eso creía que era cualquier húsar que siguiera vivo a los 30 abriles.
Encima de en la invasión de España, luchó en Italia, Egipto, Prusia, Polonia, los estados alemanes y Austria. La cartel dice que galvanizaba a las tropas cargando contra el enemigo armado solo con su pipa de espuma de mar. Marcel DuPont, autor de Le général Lasalle, lo considera “el mejor espadachín, el más distinguido apasionado y el más extravagante ebrio” de una época volcánica que vio salir y caducar dinastías, fronteras y países.
En un librito maravilloso y desmitificador, De Buonaparte y de los Borbones (Abismo), el escritor François-René de Chateaubriand califica a Napoleón del “gran hacedor de viudas y huérfanos de Francia”. Millones de franceses y de soldados aliados murieron en las guerras napoleónicas. Entre tantos militares era difícil hacerse un hueco. Lasalle se lo hizo por méritos propios y por una temeridad a prueba de bombas.
Sus gestas parecen fruto de la imaginación desbocada de un novelista. Una vez se escapó de su campo y con un puñado de soldados entró en la ciudad italiana de Vicenza, entonces en poder de los austríacos. Quería reunirse con su apasionado de turno, la marquesa de Sali. Fueron descubiertos de orto y se abrieron paso a sablazos. Lasalle quedó eventual, rodeado de enemigos, y aun así se deshizo de sus atacantes y logró huir.
Al aventajar sus filas, posteriormente de recorrer un río y aventajar mil peligros, informó personalmente a Napoleón de los movimientos de los austríacos. La mortandad fría de aquel bisoño impresionó al entonces normal Bonaparte, que se encariñó con él y lo promocionó a medida que él mismo se elevaba al cetro imperial. En otra ocasión, Lasalle perdió su sable en el campo de batalla, en Egipto, y desmontó tranquilamente para recuperarlo.
Era capaz de hacer huir a una hueste con una pequeña escolta de húsares. Hubo refriegas en las que tuvo que cambiar hasta en tres ocasiones de bestia porque las balas enemigas mataron a sus caballos. Su intrepidez no tenía límites. En la campaña de Prusia y con escasamente 500 jinetes de su Grupo Infernal tomó Stettin (hoy, Szczecin, en Polonia), a pesar de las formidables defensas de la ciudad y de su imponente arreos.
El normal ordenó talar árboles y pintarlos de adverso. Desde allá parecían cañones. Los defensores se rindieron, creyendo que estaban delante el abultado de la artillería francesa, y no delante una avanzadilla de caballería ligera. El creador del ardid solo se había reído tanto en Lúneville, una ciudad francesa que erigió en su honor una estatua ecuestre, aunque cuando pasó por allí destrozó la prefectura porque había un zapateo y no lo invitaron.
La pesadilla de las tabernas y mesones, el ebrio fabuloso, el centauro sin miedo… Ese fue Antoine-Charles-Louis de Lasalle, a quien la fortuna dejó de sonreír en Wagram el 6 de julio de 1809. La víspera recibió un aviso premonitorio. Su amada pipa de espuma de mar, la misma con la que tantas veces avanzó contra el enemigo, se le rompió. Al día próximo un granadero austríaco lo mató de un tiro en la persona. Tenía 34 abriles.
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