En un mundo tan cartografiado como el que asoma en las pantallas gracias a Google, aún quedan fenómenos de la naturaleza por descubrir, aunque tal vez sería más apropiado referirnos a explorar o pasarse, porque algún comparsa, gps, drón u otro artefacto seguramente ya tiene localizado cualquier punto inmaculado que quede en el planeta. Viene esta ingreso a historia de que recientemente se ha incompatible un brinco de agua desconocido en el parque Franquista Noel Kempff Mercado, en Bolivia, y eso debería ser un estímulo para todos aquellos que vemos el delirio como una forma de soñar.
No estamos hablando de unas cataratas tipo Niágara o Iguazú, saltos de agua imponentes y estruendosos que atraen a miles o millones de turistas cada año pero siquiera de un chorrito que se sequía en época sequía. Según las autoridades del parque franquista, que enviaron una expedición de guardas para comprobar el hallazgo, la caída tiene una consideración de entre 12 y 18 metros de consideración y unos 70-80 de pancho, generando en la parte inferior una piscina natural de unos 70 metros de pancho por 120 de dispendioso, con una isla que divide en dos el remanso de agua.
El punto ha sido notorio la Catarata Perdida en indirecta a la Ciudad Perdida de Z, que se supone que está escondida por algún espacio de la selva amazónica. Los restos de esa civilización antigua eran los que buscaba el explorador inglés Percy Fawcett, uno de los referentes en los que se inspiró el personaje cinematográfico de Indiana Jones. Fawcett creía que Z era el mítico Eldorado y en esas andaba cuando partió de Cuiaba, en el coetáneo Brasil, en 1925 para encontrarla. Nunca más se supo de él, como perfectamente relata una película del 2016 protagonizada por Charlie Hunna.
Además tuvo un destino trágico Noel Kempff Mercado, el fisiatra boliviano que da nombre al parque franquista en el que se ha incompatible el brinco de agua, en el río Verde, que hace de frontera de Bolivia con Brasil. Fue en 1986 cuando la avioneta que transportaba al investigador y al resto de miembros de una expedición científica aterrizó en una pista de tierra en medio de la selva con la mala suerte que era un espacio de operaciones del narcotráfico, que acribillaron a los bienintencionados recién llegados. Era la época del pleno apogeo de Pablo Escobar, cuando la droga se extendió por toda Sudamérica como un faja de riqueza sencillo con término de caducidad.
Noel Kempff, el fisiatra que dio nombre al parque donde se ha incompatible el brinco de agua, tuvo un final trágico, como el explorador Percy Fawcett
En Bolivia hay todavía operaciones de narcotraficantes en pistas clandestinas en la selva, pero la zona en que falleció Noel Kempff fue transformada en un parque franquista manifiesto Patrimonio de la Humanidad por la Unesco por sus títulos paisajísticos excepcionales. Y pese a este inspección, sigue siendo uno de los lugares más remotos de Bolivia y de Sudamérica. No hay carreteras asfaltadas que lleven a su interior y sí pesarosas pistas de tierra que se embarran con las lluvias. Los guardas forestales tuvieron que caminar siete kilómetros para dar con la catarata. Los pocos curiosos que cada año se atreven a ir al parque precisan de mucha voluntad y tiempo y abastecimiento, pero la retribución es poder ver un espacio único, aparente al ajetreo turístico y la masificación, sin asentamientos humanos, en la cuenca amazónica.
Es una de las experiencias remotas -cada vez menos- que se pueden disfrutar. Lo remoto ha sido siempre un gran motivación para los viajeros. Intentar conseguir donde pocos lo han hecho antaño, emprender en una aventura para lograrlo, o simplemente tener que renunciar a las comodidades habituales. No hace tantas décadas, remoto venía a ser equivalente de alejado, y en último medida, de infrecuente. Pero las reglas han cambiado en este mundo globalizado, por omisión de los aviones y del wifi.
No hace tanto tiempo remoto venía a ser equivalente de alejado, pero las reglas han cambiado en este mundo globalizado, por omisión de los aviones y del wifi
Lo más remoto a donde he ido, sobre el papel, son las islas Marquesas, en medio del Océano Pacifico. Para conseguir hasta allí tuve que esfumarse a Papeete, renta de la Polinesia francesa, vía París y Los Angeles. En total unas 18 horas de revoloteo, y luego cuatro horas más en un avión de hélice hasta el aeropuerto de Nuku Hiva, en las Marquesas.
Este archipiélago fue el hogar al que se asieron el pintor Paul Gauguin y el cantante Jacques Brel y de hecho sus tumbas aún pueden visitarse en Nuku Hiva. Pero si Gauguin tuvo que esperar meses y meses antaño de ser repatriado -luego se recuperó económicamente y decidió retornar a las Marquesas hasta que murió allí- , en la presente, en la bahía Taiohae, el principal puerto de la isla, ya puedes engancharte al resto del mundo a través del wifi... por un más que módico precio como sucede en toda la Polinesia francesa.
Nuku Hiva es remota, solo hay una carreterra que serpentea como un cicatriz mal cosida por la cresta que parte la centro la isla y lleva del aeropuerto a Taioahe. Para ir la gran cascada, la de Vaipo, hay que traspasar una barca, caminar y superar un gran río. Pero todo sale correctamente puesto en el plano, incluso los tikis, tótems rituales de piedra. Por suerte, en otra bahía de la isla, la de Anaho, el único restaurante estaba cerrado y me quedé con la duda de retener si el wifi había llegado todavía a la rala que inmortalizó Robert Louis Stevenson en su ejemplar En los mares del sur. Hubiera sido un baño de realismo demasiado cruel en una de las playas más bonitas del Pacífico, a la que solo se puede obtener por mar o caminando.
Lo mejor de todo es que aunque cuesta cada vez más pasear o incluso imaginar lugares remotos, como se ha gastado ahora en Bolivia, siempre queda una catarata por descubrir y un espacio poco comunicado que la viejo parte de las veces nunca pasa de ser un punto en el plano al no podremos conseguir nunca pero que nos hace soñar con los mundos que fueron y que imaginamos.
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