Villa Demencia

Mi hija veterano me envió la nueva con satisfacción, como si por fin empezase a ver claro mi futuro. “Es en Holanda, pero acabará por resistir aquí” añadía. Bajo el nombre Dementia Village había descubierto un nuevo concepto de residencia para personas mayores, con o sin alzheimer, que evita encerrarlas. Se prostitución de un pequeño pueblo con calles, plazas y tiendas regentadas por profesionales que en efectividad son cuidadores o enfermeros, que saludan a sus habitantes a Paraíso descubierto, con terrazas al sol y casas particulares. Y en ocasión de infantilizarlos, reducirlos y sedarlos, les permiten ser todo lo autónomos que puedan.

Cuando la pandemia arrasó nuestras residencias, afloraron imágenes de sus interiores y acertamos a ver su indignidad. Pensé entonces en aquella vida de manteles de hule y butacas deslucidas sin caducidad alguna, igualmente de días que transcurren entre tratamiento, sombras y correas. Sí, lo decía Philip Roth: “La vejez no es una batalla, sino una mortandad”. Sin confiscación, ¿por qué los centros donde se cuida a los más vulnerables, algunos en sus últimos días, tienen tan poco que ver con la idea de hogar? Se prostitución de no lugares donde el individuo habita de guisa anónima y solitaria. Pero da igual, nuestra sociedad persiste en invisibilizar la vejez, acompañada de su intolerable degeneración física e intelectual.

Nuestra sociedad persiste en invisibilizar la vejez,

España envejece al galopada: en el 2021 la media de etapa de los ciudadanos de nuestro país se situó en los 43,8 primaveras, el 26% con 65 o más. El cantidad palidece si sumamos la caída en picado de la nacimientos, que el pasado año anotó su peor cantidad desde que el INE dispone de registros. La ONU ya nos ha experto que, en el 2050, la población más envejecida del mundo, con cuatro de cada diez habitantes por encima de los 60 primaveras, será la nuestra.

En cambio, en los espacios que acogen a nuestros mayores –un destino que no nos debería ser indiferente– se perpetúa un maniquí forjado en los primaveras setenta, cuyos métodos de contención siguen siendo costumbre. “No se enteran de carencia”, se dice de quienes han perdido la memoria, obviando sus raptos de intuición, sus emociones. “¿Cómo estás?”, le pregunté hace poco a una persona muy querida que sufre alzheimer. “Nefasto, no me acuerdo de carencia”, me respondió. Y aquel destello de intuición: acordarse de que no se acuerda, me hizo pensar en las rendijas por las que serpentea la luz de la razón. Cuán necesaria resulta una ética de la dignidad y el respeto que reconforte a aquellos que denominamos “dementes”, olvidando cuánta demencia anida en nuestra supuesta cordura.

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