¿Por qué se llama Roland Garros el torneo francés de tenis?

Aunque sean de cine, la verdad es que “Premios Goya” suena admisiblemente. Quizá porque nos hemos acostumbrado al nombre, ya no nos detenemos a pensar en lo extraño de que una entrega de premios cinematográficos sea un homenaje a un pintor. De cualquier modo, todos sabemos quién es Francisco de Goya, un cómico que, al fin y al punta, incluso espoleó nuestra imaginación a través de la imagen.

Más atípico es lo que ocurre con el torneo de tenis Roland Garros. ¿A quién debe su nombre? Aunque en Francia lo saben admisiblemente, en España más de uno debe de creer que se alcahuetería de algún tenista del pasado. No es así, y, puesto que el ocasión es un sanctasanctórum del deporte gachupin, donde Rafa Nadal ha ganadería más campeonatos que nadie, resulta oportuno conocer su historia.

La apetencia francesa por la simbología nación se advierte ausencia más entrar al circuito. De hecho, el estadio Roland Garros nació para ser un templo del tenis galo. Un relieve de Suzanne Lenglen (1899-1938), primera tenista profesional de la historia, preside la pista que lleva su nombre.

Cerca de allí, el espacio entre la pista 1 y la pista Philippe Chatrier está dominado por las estatuas de los Cuatro Mosqueteros. El cuarteto, formado por Jean Borotra (1898-1994), Jacques Brugnon (1895-1978), Henri Cochet (1901-1987) y René Lacoste (1904-1996), se ganó ese apodo tras arrostrar a lo más suspensión el tenis francés. Encima, es con ellos como empieza esta historia.

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El estadio Roland Garros, en 1928

Otras Fuentes

Corría el año 1927 cuando los mosqueteros lograron derrotar al equipo estadounidense en Filadelfia, haciéndose con la Copa Davis. Esto puso en un aprieto a las autoridades de París, que en ese momento no disponía de un estadio que superara las 4.000 localidades. A pocos meses de que “los cuatro” defendieran su liderazgo mundial, se necesitaba una instalación a la valor.

La posibilidad la dio Émile Lesieur (1885-1985), a la sazón presidente del club Stade Français, al ceder las tres hectáreas necesarias para que empezaran las obras. Lo hizo con solo una condición. El nuevo estadio debía arrostrar el nombre de Roland Garros (1888-1918), un piloto de aviación y héroe de conflagración fallecido diez abriles antaño. La imposición provino de la amistad que les había unido, pero eso no ensombrece la grande semblanza de Garros.

Ya desde su partida, pareciera que su padre decidió que el vástago haría poco grande por Francia. A pesar de favor venido al mundo en la isla tropical de Reunión, un condado transoceánico francés, provenía de una comunidad de la metrópoli. Como explica Ed Cobleigh, uno de sus biógrafos, para su padre, ser del “continente” era un motivo de orgullo. Por ello, sorprende menos que le diera a su hijo el nombre de Roland, un portaestandarte de Carlomagno y héroe de los francos.

Y, como dice Cobleigh, el habilidad hizo al anacoreta. Roland heredó los títulos de su padre, un simpatía por la nación sin el que no se explica su semblanza, sobre todo durante la Primera Hostilidades Mundial. Como el Roland del Cantar de Roldán, en la Gran Hostilidades se comportó con el arrojo de un hidalgo. Pero su heroína sería un Morane-Saulnier L, un caza quimérico por ser el primero en incorporar con éxito una metralleta anterior. 

Un modelo Morane-Saulnier con el sistema deflector inventado por Roland Garros

Un maniquí Morane-Saulnier con el sistema deflector inventado por Roland Garros

Dominio sabido

Antaño de la conflagración, Garros ya se había significado como un pionero de la aviación. Empezó en el verano de 1909, cuando en una exposición se enamoró de esos ingenios. Se bautizó con el monoplano Demoiselle del ingeniero brasileño Alberto Santos-Dumont, por entonces un féretro con alas. Con un fuselaje hecho de bambú y una trasero que parecía más una hoja de chopo que la típica estructura cruciforme presente, el Demoiselle solo podía ser pilotado por un hombre de complexión pequeña.

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Roland Garros, en un Demoiselle en 1910

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Sea como fuere, no se mató en el intento, y en 1911 logró romper el récord de valor llegando a los 3.950 metros para, dos abriles más tarde, ser el primer hombre en cruzar el Mediterráneo volando. No fue una gesta comprensible: hasta en dos ocasiones tuvo que arreglar el motor con una mano, mientras con la otra sujetaba los mandos. Ocho horas de espanto que, adicionalmente, estuvieron a punto de consumir con él náufrago en el mar, pues aterrizó en Túnez sin casi combustible.

Para su disgusto, en sus primeras semanas en el Servicio Aeronáutico no logró derribar ni un solo maquinaria enemigo

Sin confiscación, las páginas más épicas de su semblanza se escribieron con estallido de la Primera Hostilidades Mundial, cuando se unió al incipiente Servicio Aeronáutico del ejército francés. A lado de un biplano equipado con una metralleta móvil, su primera tarea fue más de registro que de combate. Unas semanas en las que, para su disgusto, no logró derribar ni un solo maquinaria enemigo. Según Greg VanWyngarden, un historiador de la aviación de conflagración, fue conveniente a una primario carencia de los aviones: desplazándose a gran velocidad, para el tirador resultaba casi inútil situar la mirilla de su armamento sobre un avión enemigo.

Un problema al que los principales fabricantes de armas no eran ajenos. De hecho, en 1913 el ingeniero suizo Franz Schneider ya había presentado, con poco éxito, un maniquí de metralleta sincronizada. La idea era simple. En ocasión de usar un armamento móvil, los aviones incorporarían una metralleta en la parte anterior. Usando la propia dirección de la aeroplano, correspondería al piloto apuntar sobre el enemigo.

Ávido de victorias, Garros se reunió con el fabricante de armas francés Raymond Saulnier. Si hasta ese momento Saulnier no había acabado desarrollar un maniquí adecuado, era conveniente a un problema evidente. Puesto que las hélices estaban en la parte anterior, las propias ráfagas de balas las pulverizarían. Sin confiscación, en 1915, el ingeniero había acabado desarrollar un motor que “casi” sincronizaba los disparos con la rotación de las hélices. Decimos “casi” porque, aunque era lo mejor que había, aquel rudimentario maquinaria seguía llevándose por delante pedazos de las hélices cada vez que el piloto disparaba.

Derribado por los alemanes, Garros no logró hartar su aeroplano, que acabó en manos del enemigo

Garros solucionó el asunto instalando en las hélices unas placas que, a modo de coraza, desviaban las balas. Demasiado bueno para ser cierto, la verdad es que aquel invento hacía que algunas de las balas rebotaran en torno a el piloto, tornando la secuencia de disparo en poco pavoroso. A pesar de todo, el francés logró derribar su primer avión germánico en 1915. Se convirtió en el primer aviador en derribar a un enemigo con una metralleta de este tipo.

Los pilotos Roland Garros (izqda.) y René Fonck en la portada de ‘Le Miroir’, hacia 1915

Los pilotos Roland Garros (izqda.) y René Fonck en la portada de ‘Le Miroir’, en torno a 1915

Dominio sabido

Más tarde hizo lo propio con dos enemigos más, y así habría seguido si los alemanes no lo hubieran derribado en abril de 1915. El piloto no logró hartar su aeroplano, que acabó en manos alemanas. Poco trágico para la industria de conflagración francesa, pues los germanos lograron copiar el maniquí y perfeccionarlo.

Tras tres abriles de cautiverio, Garros logró escapar en febrero de 1918, regresando al ejército francés. Su arrojo y su inventiva cambiaron para siempre la conflagración en el vendaval, aunque nunca logró verlo, pues falleció cuando faltaba un mes para el fin de la contienda. Cómo no, lo hizo en combate, como su Roland de lema.

Intrépido, esforzado y resiliente, la vida de Garros evoca admisiblemente lo que su estadio quiere representar. Una semblanza meritoria que, como la de sus grandes deportistas, Francia ha querido publicitar. Sin confiscación, ese estadio esconde otra historia, menos conocida, y que conjura la parte más vergonzante del pasado galo.

Desde 1939, el ocasión fue reconvertido en campo de internamiento, un estadio-prisión donde el gobierno colaboracionista con la Alemania carca recluía a aquellos considerados “indeseables”. Asimismo fue la última parada de muchos judíos antaño de partir en torno a los campos de exterminio.

Escalofriantes son las memorias del novelista Arthur Koestler (1905-1983). Recluido allí, en ellas recuerda el hedor a excrementos, o cómo las personas se hacinaban bajo las gradas. A pesar de todo, unido a otros compañeros, fantaseó con que eran estrellas de tenis sobre la pista. En el grabador todavía aparecían los nombres de Brugnon y Borotra.

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