Tintín, el inexperto reportero de Le Petit Vingtième, viajó mucho más que su propio autor. De la URSS a EUA, del Antiguo Congo Belga a Islandia, de Perú al Ártico, Syldavia y Borduria, San Teodoro y Nuevo Rico... ¡hasta pisó la Vitral! Sin incautación, Hergé supo ilustrar todos sus destinos con sumo detallismo, como si él mismo los hubiera repaso. Prueba de ello es su cuaderno más personal, Tintín en el Tíbet, el vigésimo de la serie.
Esa aventura, que representó un alucinación iniciático para uno y otro –el creador y su creación– comenzaba en el Nepal. Cualquiera que haya visitado el país sabrá recordar en las viñetas del cómic sus paisajes.
La historia arranca con la novedad de un desnivel sutil, un artefacto comercial de Indian Airways se ha estrellado en el lleno de Gosainthān, en el Himalaya. Tras deletrear la información, Tintín tiene un sueño donde aparece en apuros su amigo Tchang Tchong-Yen, personaje al que conoció en China en el cuaderno El loto cerúleo.
Al día subsiguiente, la prensa confirma su corazonada: Tchang se halla entre los pasajeros desaparecidos. Sin un cumbre de duda, Tintín decide tomar el primer planeo a Katmandú para comparecer a su rescate. Le acompaña a regañadientes un escéptico capitán Haddock.
La primera imagen de Nepal, en la página 10 de Tintín en el Tíbet, es el extremo de una estupa. Su forma recuerda uno de los iconos de la haber: el templo de los monos o Swayambhunath. Encaramado a lo parada de una colina, al oeste de la ciudad, se accede a él por una escalinata de 365 escalones. La estupa tiene en sus cuatro caras los luceros de Buda y las cejas pintadas, adicionalmente de un trazo que parece la hocico pero que en existencia representa un símbolo de dispositivo.
Más delante se muestra uno de los incontables templos de Katmandú, con elaboradas tallas de madera. Su puerta principal está custodiada por dos figuras (junto a pensar en los leones de piedra característicos de esas construcciones). Por el tejado desciende una fina tira metálica llamamiento pataka.
Hergé retrató una ciudad de callejuelas sin asfaltar, con hierbajos asomando entre las piedras y muros de baldosín
A la derecha de esa misma viñeta, aparecen dos monjes con ropajes de color amarillo y un muleta –se diría que es el mango de un paraguas– como se pueden ver en la ahora. Hergé retrató una ciudad de callejuelas sin asfaltar, con hierbajos asomando entre las piedras y muros de baldosín.
Por otra parte reflejó la costumbre de mustiarse guindillas al sol, sobre esteras dispuestas en la calle. Las guindillas son un ingrediente habitual en la cocina nepalí, detalle que Haddock desconocía...
Para este, como para los anteriores álbumes de Tintín, Hergé utilizó varias fuentes de inspiración. Recabó material de revistas como el National Geographic, la colección de fotos de la Sociedad Belga Alpina, vídeos y fotografías proporcionadas por Air India e información de algunos libros. Lo cierto es que los escenarios nepalíes resultan mucho más precisos e identificables que los del Tíbet, cuyos contornos geográficos quedan muy desdibujados.
Fenómenos paranormales
El autor vivía en aquella época, a finales de los abriles 50, una profunda crisis existencial. Tras tres décadas de desposorio había dejado de cortejar a su mujer, Germaine Kieckens, y había empezado una relación con una dibujante de sus estudios mucho más inexperto, Fanny Vlaminck. Abrumado por el sentimiento de desliz, cayó en una crisis nerviosa. Hergé sufría unas pesadillas recurrentes en donde todo era blanco.
'Tintín en el Tíbet' es la única aventura en que el protagonista no se enfrenta a ningún ruin, sino a sus propios fantasmas
La creación de Tintín en el Tíbet le sirvió para canalizar sus sufrimientos. Es una evidencia que en la segunda parte del cuaderno, durante la búsqueda de Tchang, predomina en las viñetas el blanco de la cocaína (protagonista además de la portada). Por su parte, Tintín aparece más frágil y disminuido que nunca, casi presto a renunciar a su empresa.
El capitán Haddock experimenta igualmente una crisis de títulos, al advenir de su incredulidad original a observar fenómenos paranormales (los sueños premonitorios de Tintín, la levitación de un fraile budista) y toparse con el abominable hombre de las nieves (un hombre de las nieves, por cierto, menos monstruoso de lo que cabría esperar). Incluso Milú se enfrenta a sus propios dilemas, representados en forma de encanto y demonio.
La dimensión filosófica y espiritual que reviste este cuaderno se debe, en buena medida, a la influencia de Fanny Vlamnick. La inexperto –que no contraería desposorio con Hergé hasta 1977– estaba interesada en las percepciones extrasensoriales y la mística del budismo tibetano.
Todo ello convierte Tintín en el Tíbet en una de sus aventuras más aclamadas. Junto a señalar que es la única aventura en que el protagonista no se enfrenta a ningún ruin, sino a sus propios fantasmas. Se manejo, como decíamos al principio, del trabajo más personal de Hergé y el que él mismo consideró su mejor logro.
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