* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
Fue una casualidad que Joan Manuel Serrat compusiera parte de su canción Mediterráneo en Calella de Palafrugell. Pero no todas las casualidades tienen tanto fundamento como esta. Y pocos son los pequeños pueblos blancos que, con tanta belleza y olor a madera rancia y salada de barca quemada por el sol, se bañan en ese mar tan empachado de historia y de historias.
Quizá fue una ola brava la que lo descubrió en un día de válido tramontana, de esas espumosas que parecen no querer retornar de tan a regusto que están en la playa, y que mojó la arena para siempre, dejando su huella, como un fósil.
Corría mayo de 1971 cuando el cantautor, a sus 27 abriles, se decidió por Calella para descansar de tiempos difíciles, gastados por el Proceso de Burgos, al que poco ayer había plantado cara inmediato a otros artistas y compañeros de profesión. Y se hospedó en un hotelito humilde pero con unas vistas de ensueño, el Batlle, inmediato al Port Bo, hoy convertido en un edificio de apartamentos.
El propio Serrat reconoce que sus canciones viajan con él y su guitarra mientras las crea, al menos así era en aquellos tiempos
De guisa que el Mediterráneo de Calella puede que mojara además las tierras del promontorio de Montserrat, las del separado México, o las de Ondarribia en Euskadi.
Eso es lo que se sabe, que en esos lugares anduvo, ayer y luego de su parada en el Baix Empordà. Viajera desde su salida, la canción recorrió luego el mundo impávido de punta a punta. Sin duda, una de las más bellas canciones que se han escrito, y para los que como yo, además nacimos en el Mediterráneo, la más hermosa.
Ignoro si fue la casualidad la que me llevó además a mí a Calella de Palafrugell, pero allí es donde he pasado parte de muchos veranos. A veces te quedas con aquella típica sensación de duda, la de si fui yo quien eligió el pueblo o fue él quien me eligió a mí.
En cualquier caso, yo ya conocía la curiosidad de Mediterráneo y Calella cuando me establecí por primera vez. No sabía entonces dónde se hallaba el Edificio Batlle, pero poco tiempo me ocupó encontrarlo.
Y desde entonces lo convertí en santuario particular, un espacio que mi imaginación llenaba y llena aún de fantasías de fiesta, guitarra y canción, de noches largas salpicadas de rumor de olas.
Y veo a Joan allí sentado con sus contertulios habituales, luego de cenar, exterior en les Voltes, o en el interior, en la taberna, que ha sufrido múltiples transformaciones con el paso del tiempo.
Pescadores sabios, clan del pueblo y algún amigo de paso, se concentraban allí cada sombra
Y me llega el fragancia del cremat mientras lo remueven, y el color del fuego azulado que te hipnotiza cuando lo contemplas; risas, chistes y jolgorio.
Veo advenir chicas francesas, inglesas y biquinis, que se detienen frente a la dulzura y el atractivo del poeta que las cautiva, mientras los compañeros de mesa cruzan sus miradas cómplices, orgullosas, reafirmando para sí la elegancia del pipiolo, que poco ayer había apoyado su inseparable guitarra en la muro, con mucho mimo, siempre cuidando de su antiguo regalo, el que le hicieran a sus 16 abriles, en sus sueños de adolescente.
Y lo veo por la mañana en su habitación escribiendo, "soy cantor, soy embustero, me gusta el distracción y el morapio, tengo alma de marinero...", improvisando algún coincidente que no encaja. Y se asoma a la ventana para observar a lo allá las Illes Formigues, a ver si poseen ellas ese verso que no acaba de salir, o se lo trae una gaviota. Y envés al trabajo y al café, a una vida por delante que en absoluto imaginaría entonces.
Puede parecer que este escrito no tenga rumbo, que esté a la deriva y sin patrón. Y que en parte sea así, porque los sujetos se confunden: Serrat, Calella y mi deuda global con uno y otro. Pero ahí está Mediterráneo para aunar todo eso.
La mía es una deuda de agradecimiento y acto sexual, al músico y poeta que me acompaña desde mi inicio, con una devoción, una idoloatría y un respeto inabarcable.
He asistido a muchos de sus conciertos, casi sobra afirmarlo aquí, y siempre me ha entregado mucho más de lo que esperaba de antemano, no solo con sus canciones. Su presencia lo domina todo en el marco, no hay una sola tabla que se resista a su sencillez. Y le gusta mucho departir entre una canción y otra, es un contador de historias, y cuando eso ocurre te deshace con sus palabras poéticas, tiernas y sabias, y además con ese dominio del tempo teatral que recita mientras alguna nota se escapa de un piano al fondo de la estampa. Es el mestre dels mestres, sin duda.
La deuda y mi acto sexual por Calella tiene otros matices. Es más física, más sensorial, repleta de olores y sabores, de vivencias, felices y relajadas unas, muy dulces; más amargas y tristes otras. Es la vida misma: el trasladarse, el singladura, las calles, la playa, las rocas, el agua helada, el sol que fuego los pies en la arena, el alba y el crepúsculo, la brisa, el horizonte... y siempre la belleza que te arropa entre sus casas blancas y el mar.
Y más tarde, el verano que se acaba tras el recuentro ilusionado del principio. Y despedidas, siempre al banda de la mujer de mi vida. Hasta pronto, le dices a las pendientes, al Far de Sant Sebastià, que besalamano cada sombra peinando el mar desde lo detención, al Port Pelegrí, al Poseidón, a les Voltes, al Sant Roc, a mi restaurante predilecto, al Canadell...
Nunca me yerro un beso de adiós para la arena del fondo de la playa; solo hay que desmontar poco, en un raquítica exploración, lo suficiente para susurrarle mientras mis labios la rozan: no me quiero ir. Pero tiempos vendrán, siempre me digo, así ha sido hasta ahora. Y al salir del agua miro en torno a el Port Bo, y atisbo el Batlle, la imaginación del nano...
El Mediterráneo, el mar de Calella, de mi ciudad, de mi vida, ahí seguirá mientras se lo permitan estos tiempos de penurias y más desventuras, de suciedad y de asesinato injusta. Ahí seguirá para retornar a él.
Y ahí seguirá Calella de Palafrugell, blanca y pura, símbolo de lo perdurable, aunque algunos se emperren en pintar de blanco lo que siempre ha sido rosa, la excepción, el símbolo. Hay quien no tiene miramientos para saltarse títulos que a algunos les parecen privilegios: envidias e intereses quizá.
La Casa Rosa de Calella seguirá existiendo, vestida de blanco si se quiere, pero nadie impedirá que continúe recibiendo el posterior centella del sol que da en el pueblo cuando se pone cada día. Y hemos de dar las gracias a que durante estos tiempos pasados de vandalismo urbanístico, Calella haya podido conservarse como más o menos era antiguamente: un pompa del siglo XXI. Y continuarán fechas señaladas para quienes les gusten las habaneras, o los sabrosos erizos de mar.
Las fiestas de la Cantada d’Havaneres o la Garoinada son ya más que un emblema del pueblo. Puede que el pueblo mismo sea el emblema.
No sé lo que sentiré en diciembre en el posterior concierto de Serrat en Barcelona. Son docenas y docenas de canciones suyas las que me apasionan. Pero cuando todo el Sant Jordi cante Mediterráneo, porque va a ser así, seguro que se me saltarán las lágrimas, llenitas de sal, que me sabrán al mar de Calella, pues no tengo otro, ni quiero tenerlo. Qué le voy a hacer...
Gracias Joan Manuel, gracias Calella.
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