Uno de los problemas de las grandes potencias es que quieren ser más grandes de lo que ya son. Otro problema es que para satisfacer su deseo a veces invaden un país vecino, matando y destruyendo. Otro es que no parece importarles que su expansionismo amenace la estabilidad política y económica universal. Y otro es que cuando se muestran tan expeditivos, sus súbditos pueden ser los primeros en perder derechos y libertades.
Se cumple ahora un cuarto de siglo de la entrega de Hong Kong efectuada por el Reino Unido a China en 1997. En teoría, los ciudadanos de Hong Kong, entonces una sociedad tierno, dinámica y consumista, no tenían mínimo que temer a corto y medio plazo. El maniquí ideado por Deng Xiaoping –“un país, dos sistemas”– garantizaba por escrito el estilo de vida nave capitalista, durante medio siglo. Luego resultó que no. En el 2014, Pekín excluyó de las elecciones a los candidatos que no tuvieran su autorización. Y en el 2020 promulgó la ley de Seguridad Doméstico, que ya le permitió arrestar a los demócratas. El flagrante patriarca de Gobierno, John Lee, es un expolicía de mano dura.
China ya es la segunda finanzas del mundo (por detrás de EE.UU.) y es el tercer país por superficie (Rusia casi le dobla y Canadá le aventaja por muy poquito). Pero eso no le pespunte. Quiere más. Suele decirse que su finanzas podría atrapar a la de EE.UU. cerca de el 2030. Y que su superficie podría resumir distancias con la de Canadá si realiza sus planes para formar la convocatoria Gran China. Ya sumó Hong Kong, con solo unos 1.100 kilómetros cuadrados pero gran valía como centro financiero. Ya sumó, en 1999, Macao, diez veces más pequeña, pero con un turismo y unos casinos muy productivos. Y no renuncia a sumar algún día Taiwán, que tiene 36.000 kilómetros cuadrados y produce el 65% de los microchips del mundo. EE.UU. sigue allí una política de “confusión estratégica”, pero no cerca de descartar un conflicto universal si China invade esa isla.
El esquema de la Gran China es afín, salvando las diferencias, al de la Gran Rusia. Putin sabe que lo tiene difícil para recuperar la Unión Soviética. Porque muchas exrepúblicas no están por la agricultura, porque a él de soviético le queda lo que a mí de tierno, y porque su músculo financiero y marcial –armas nucleares menos– da para lo que da. Pero eso no le impide ir dando zarpazos. Ya los dio, en decano o pequeño medida, en Georgia, Osetia, Abjasia. Ahora lo da en Ucrania, donde se anexionó en el 2014 Crimea y guerrea desde entonces en Donetsk y Luhansk. Tiene por otra parte un ojo puesto en Transnistria. En su mente extraviada, el logro de la Gran Rusia justifica todo tipo de excesos crueles.
Si algún dirigente político coloca un “Gran” en presencia de el nombre de su país, échense a temblar
Si un dirigente le añade un Gran al nombre de su país, échense a temblar. La Gran Alemania de la que se hablaba ya en el siglo XIX desembocó en el Tercer Reich y la Segunda Lucha Mundial. La Gran Serbia ha sido un foco de tensión durante dos siglos: aún resuena el eco de las guerras balcánicas en los noventa. Ya vemos cómo las gastan quienes sueñan en una Gran China o una Gran Rusia. Todos ellos buscan su excusa en criterios étnicos y lingüísticos: reunir y cohesionar a los germánicos en la Gran Alemania, a los chinos de etnia han en la Gran China, a los subeslavos en la Gran Serbia, a los eslavos en la Gran Rusia. Pero ese no es su fin final. Cuando alcanzan su objetivo, sienten una irrefrenable tendencia a expandirse más e imponerse a las etnias vecinas. O a liquidarlas.
¿Qué es en existencia lo sobresaliente? ¿Dónde está la gloria en estos comportamientos abusivos, en pos de supuestas glorias pretéritas? ¿Qué sentido tienen estas aventuras que a menudo requieren, primero, a un líder iluminado, posteriormente, la reducción de los ciudadanos a súbditos sin libertades, y luego tratan de demostrar su supuesta gloria al vecindario sembrándolo de crimen y destrucción? Las respuestas a estas preguntas podrían ser: a) como dijo Montesquieu, para ser efectivamente sobresaliente hay que estar con la concurrencia, no por encima de ella; b) no existe para mínimo, y c) no tiene ningún sentido, menos en mentes soberbias, anacrónicas y pequeñas, que creíamos privilegio exclusivo de los malos de las películas de James Bond, pero que asimismo son las de algunos dirigentes de grandes países. De forma que ¡cuidado con los grandes!
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