Woodward, Bernstein y los que la historia no recuerda de los que destaparon el Watergate

El domingo 18 de junio de 1972, Bob Woodward era un novato, un recién llegado al Washington Post, y su compañero Carl Bernstein era un reportero con auge de hippie desorganizado al que estaban a punto de despedir. Todavía no eran los dos periodistas más famosos del mundo ni habían vendido millones de libros. No habían obligado al presidente Nixon a dimitir y su historia aún no había llegado a los cines con Robert Redford y Dustin Hoffman en sus papeles. Aquel domingo, el caso Watergate no era una gran historia, ni siquiera una mensaje doméstico, sino una de la sección circunscrito.

En la portada del Washington Post de aquel día, el primer artículo de la dinastía del Watergate no llevaba la firma de Woodward ni la de Bernstein, sino la de un corrido reportero de sucesos que contaba en su crónica lo principal de la mensaje: que la Policía había pillado in fraganti a cinco personas poniendo micrófonos en la sede del Partido Demócrata. Igualmente daba multitud de detalles que hoy sabemos que son esencia, como que uno de los “ladrones” había trabajado en la CIA y que otros cuatro tenían conexión con la comunidad anticastrista cubana exiliada en Miami. Había hilos de los que tirar.

Dos hombres y un destino

Woodward y Bernstein colaboraron ya en ese primer artículo y empezaron una investigación que duraría dos primaveras. Eran casi de la misma perduración, unos treinta, pero casi no se conocían y tenían poco en global: Woodward venía de una clan rica y había llegado al periodismo tras advenir por una universidad de élite y por cinco primaveras de oficial en la Armada. Por el contrario, Bernstein había empezado a trabajar en periódicos a los dieciséis, nunca había terminado la universidad y, en palabras de la dueña del Washington Post, “era un buen escritor, pero su mala conducta en el trabajo era tan proporcionadamente conocida como sus líos con las mujeres”.

Carl Bernstein y Bob Woodward en la redacción del Washington Post con latecnología de la época: una máquina de escribir y un teléfono" class="lazy"/>

Carl Bernstein y Bob Woodward en un escritorio de la redacción del 'Washington Post'  

Getty Images

Sin bloqueo, esas diferencias les hacían complementarse. De Woodward decían sus compañeros que escribía tan mal que el inglés no podía ser su dialecto materna, mientras que del caótico Bernstein se contaban excelentes anécdotas, como el día que abandonó un coche de inquilinato que acabó costándole al diario una fortuna.

Los dos eran, eso sí, grandes investigadores, por otra parte de dos personas jóvenes y sin clan a su cargo, dispuestas a echar todas las horas del mundo en el esquema. Y contaban con toda la maquinaria del Washington Post.

Un esquema colectivo

A la hora de hacer una película es difícil reverberar fielmente el trabajo de un diario a lo amplio de dos primaveras. Cuando uno ve Todos los hombres del presidente, la atención se centra en Woodward y Bernstein, pero había muchos más implicados, y el reparto de méritos ha causado tensiones durante décadas.

Según el entonces director del Washington Post, Ben Bradlee, “nadie de nosotros tenía entonces idea de la influencia que la investigación del Watergate iba a tener sobre el periodismo. Woodward y Bernstein iban a convertirse en héroes de culto, así que es casquivana perdonarles por maximizar su contribución, que ya era máxima”.

El tono indulgente de Bradlee casi desaparece cuando hablan otros de los protagonistas. Barry Sussman, el dirigente de la sección circunscrito, fue quien eligió a la pareja de periodistas y quien supervisó su trabajo durante casi toda la investigación, reescribiendo gran parte de los textos. Su pleito del trabajo de Woodward y Bernstein es un poco dispar: “Esos dos eran buenos soldados de a pie, pero solo pasables cuando se trataba de poner sus ideas en orden”.

A pesar de eso, es difícil negarles a Woodward y Bernstein el mérito principal de conseguir la información. Durante meses, contactaron pacientemente una y otra vez con decenas de fuentes: muchas eran trabajadores públicos o de la campaña de Nixon, así que los reporteros evitaban el teléfono o abordarlos en horario de oficina, acudiendo en cambio a sus domicilios a la hora de la cena, cuando era más probable que hablaran.

Mark Felt en un programa televisivo de la CBS en 1976

Mark Felt en un software televisivo de la CBS en 1976

Propias

Y, por supuesto, el llamado “Gaznate Profunda”, identificado primaveras posteriormente como el número dos del FBI Mark Felt, era una fuente personal de Woodward que ayudó mucho a la investigación.

En cualquier caso, las tensiones a cuenta de quién se llevaba la auge llegaron hasta lo más parada del diario. Howard Simons, el segundo de a costado del Washington Post, se acabó marchando tras sentirse maltratado por el relato que hizo Hollywood en Todos los hombres del presidente.

Washington Post publisher Katharine Graham with reporters Carl Bernstein, Bob Woodward, editor Howard Simons discuss the Watergate story in Post managing editor Benjamin C. Bradlee in Bradlee's office at the Washington Post, April, 1973.

De izqda. a dcha., Katharine Graham, Bernstein, Woodward, el editor Howard Simons y Ben Bradlee en el 'Washington Post', 1973.

Mark Godfrey (703-527-8293) / Terceros

Según Ben Bradlee, “Howard sintió que el guion le minimizaba a él y a su papel en el Watergate y que en cambio el mío estaba exagerado. Nunca superó ese resentimiento y nuestra relación, que había sido extremadamente estrecha, nunca volvió a ser la misma posteriormente de la película”.

La dueña del diario

Más allá de las personas, la figura del Washington Post como institución es muy importante en la historia del Watergate. El diario siguió la mensaje desde el primer día y no tardó en quedarse solo cuando otros medios pasaron página, sufriendo por ello las presiones de la Casa Blanca. En esto tiene particular mérito Katharine Graham, la propietaria, cuyo padre había comprado el diario, pero que tuvo que hacerse cargo de él de forma sorpresiva tras el trágico suicidio de su marido unos primaveras antaño de Watergate.

La editora del periódico ‘The Washington Post’ Katharine Graham en 1975.

La editora del diario ‘The Washington Post’ Katharine Graham en 1975.

Dominio manifiesto

Graham aguantó las presiones y apoyó a sus periodistas, incluso cuando las amenazas se volvieron personales y directas. Cuando Bernstein llamó al exministro de Probidad y exjefe de campaña de Nixon para preguntarle por los pagos al comando del Watergate, John Mitchell le dijo: “A Katie Graham se le va a pillar una teta en una prensa si eso se publica”.

Más allá de la amenaza, el uso del diminutivo alrededor de una mujer de entonces cincuenta y cinco primaveras resulta muy significativo, como además el hecho de que el gobierno de Nixon le quitara a la clan Graham la atrevimiento de dos canales de televisión en plena cobertura del Watergate.

De hacia lo alto a debajo, el Washington Post se volcó en la cobertura del caso y ganó un debido Pulitzer por su investigación. Los periodistas, la dirección y la propiedad del diario mantuvieron la reto cuando el resto de medios se olvidó del tema, cuando un error les obligó a rectificar y puso en amenaza su credibilidad, incluso cuando el manifiesto pareció ignorar sus hallazgos y le dio a Nixon una triunfo electoral arrasadora en pleno escándalo. Fue un trabajo persistente, que cambió la historia de EE. UU. y elevó al Washington Post al primer nivel de los medios mundiales.

Post a Comment

Artículo Anterior Artículo Siguiente