Lo de Boris Johnson no era ya tozudez sino casi delirio. Para sacarlo de Downing Street no ha bastado con que se lo pidiera una delegación del propio Recibidor y la total pérdida del apoyo del Partido Conservador, sino que ha sido necesario entrar en su despacho, al que estaba clavado como los manifestantes que se atan a los puentes y vías de tren, y ponerle la camisa de fuerza. Pero finalmente se ha resignado a dimitir.
"Nadie es indispensable pero esta claro que el Partido Conservador quiere un nuevo líder -ha dicho Johnson en su despedida-. Es un momento doloroso, pero la política británica es darwiniana, la supervivencia del mas musculoso". El primer ministro ha reiterado su teoría de que no es un buen momento para el cambio, con la crisis del coste de la vida y la eliminación en Ucrania, y al fin y al punta la delantera del Labour en las encuestas es solo de unos cuantos puntos. Pero ha obligado que no ha conseguido convencer a sus correligionarios de que tuvieran paciencia.
Ha aducido suceder llegado a un acuerdo para permanecer con carácter breve en el cargo hasta que los tories elijan a su sucesor (el calendario se fijará la semana que viene), pero en el interior de su propio género muchos piensan que es mejor cortar por lo sano. “Ahora las cosas pintan mal, pero el futuro del país es de color de rosa”, concluyó su testimonio.
Cualquier líder corriente ya habría gastado este miércoles por la tinieblas que su suerte estaba echada, como en esas tragedias griegas que le apasionan, y en las que los personajes (Hamlet, Macbeth, Enrique V…) tienen un error lamentable de carácter que es su perdición. En el de Boris ha sido la arrogancia, el creerse por encima de los demás, con unas reglas para él y otras para el resto de la humanidad. “¿Si no puedo hacer lo que quiero, para qué carajo soy primer ministro”?, le dijo a su ex asesor Dominic Cummings en una ocasión, cuando le llevó la contraria. Siquiera le han ayudado la incapacidad crónica para concentrarse en los detalles y la desliz de ordenamiento y una ideología concreta.
Johnson se acostó dispuesto a seguir luchando hasta el final, con una resistor numantina. Pero esta mañana las cosas se han puesto peor de inmediato, y los relojes no habían entregado las siete cuando el ministro para Asuntos de Irlanda del Ártico, Brandon Lewis, ha presentado la dimisión. Ha seguido el masa de renuncias de secretarios de estado y directores generales, hasta medio centenar, haciéndose obvio que no había de facto un gobierno activo. La fiscal normal, Suella Braverman, y el recién célebre ministro de Finanzas, Nadhim Zahawi, le han dicho que era hora de hacer las maletas. La responsable de Educación, Michelle Donelan, ha desaliñado el barco menos de cuarenta y ocho horas a posteriori de haberse subido a él.
Hasta Boris Johnson, cuya sanidad mental empezaba a ser cuestionada, se ha entregado cuenta de que la situación se había vuelto insostenible, y ha comunicado al género parlamentario su atrevimiento de dimitir como líder del partido. Ahora se negociación de las condiciones, del cómo y el cuándo. Su deseo es permanecer como primer ministro hasta que los conservadores elijan un sustituto, un proceso que comenzará inmediatamente con el objetivo de tener alguno al frente para el otoño, el hombre o la mujer que dirigirá a los tories a las elecciones del 2024. La toma de posiciones ya ha comenzado. Pero muchos insisten en que se vaya ya.
Los 'tories' buscan sucesor
¿Candidatos a la sucesión? Todos los que han ocupado los principales ministerios en la era Johnson (Liz Truss de Exteriores, Rishi Sunak y el propio Zahawi de Finanzas, Pritti Patel de Interior, Ben Wallace de Defensa, Penny Mordaunt de Comercio, Sajid Javid de Sanidad…), los diputados Tom Tugendhat y Jeremy Hunt… Pero la nómina está muy abierta, dada la crisis de identidad de los conservadores, y no se puede descartar que se lancen al ruedo personajes relativamente desconocidos, con una memorándum para localizar las medidas contra el cambio climático y el compromiso de rehuir a cero la teledifusión de CO2 para el año 20250, por ejemplo. Ni siquiera es impracticable el regreso del ultraderechista Nigel Farage, si no en primera persona tal vez en la sombra, como favorecedor de alguno.
Los tories, a posteriori de doce abriles en el poder, han de atreverse lo que son, si abrazan la eliminación cultural un populismo nacionalista inglés al estilo Trump, alérgicos a la revolución medioambiental, los derechos de los trans y el movimiento woke pero dispuestos a desgastar pasta notorio a inofensivo, o regresan a su tradición generoso, de prudencia fiscal, bajos impuestos, escasas regulaciones y rigor, una fórmula con la que han manada más elecciones que ningún otro gran partido europeo desde 1840.
Una de las razones por las que Johnson prefiere seguir hasta que haya oficialmente un sucesor es evitar la ignominia de ser superado por Theresa May y Neville Chamberlain entre los dirigentes tories que menos han permanecido en el poder. En su caso, por ahora, 1083 días. Una caída tan dura parecía impensable cuando ganó las elecciones del 2019 con una de las más aplastantes mayorías conservadoras en cuarenta abriles, creando una coalición hasta entonces inexistente de tories tradicionales y ex laboristas de clase trabajadora del ártico de Inglaterra. Parecía que iba a revolucionar la política británica (lo ha hecho, pero en otro sentido más pesimista), y a permanecer en el poder quizás hasta los abriles treinta.
Triste oscilación
Los seguidores de Johnson ponen como excusa la pandemia y la eliminación de Ucrania, pero lo cierto es que la realpolitik puso en seguida de manifiesto los puntos débiles del premier. Cumplió la promesa de hacer verdad el Brexit, pero con un compromiso sobre Irlanda del Ártico (la permanencia de la región en el mercado único) inaceptable para los unionistas y del que no tardó en desdecirse, incluso abriendo las puertas a que el Reino Unido incumpliera un tratado internacional. Promesas de su manifiesto como igualar el ártico y el sur ingleses, construir cuarenta hospitales, alterar masivamente en infraestructuras y servicios públicos, apoyar a las familias y a los trabajadores, desarrollar el potencial de Gran Bretaña o firmar acuerdos comerciales beneficiosos, quedaron en seguida en humo. En presencia de la aprieto de escoger entre política keynesiana de consumición y endeudamiento notorio y los cortaduras fiscales que le pedía el ala tradicional del Partido, optó por las dos cosas al mismo tiempo, como si ello fuera posible.
Las contradicciones le desbordaron, y a ellas se sumaron la pérdida de elecciones parciales en presencia de laboristas y liberales demócratas, el impacto pesimista del Breexit para el comercio y el valía de la libra, y una sucesión de escándalos; los gastos de renovación del suelo de Downing Street, el apoyo a diputados acusados de violaciones, acosos sexuales y ver videos pornográficos; y sobre todo las fiestas ilegales en Downing Street, siempre negando cualquier conocimiento del asunto y echando la falta a los demás hasta que pruebas palpables le obligaban a consentir su responsabilidad. Posteriormente del Everest venía el K2, y a posteriori el Matterhorn, el Monte Rosa, el Aconcagua, el Mount McKinley… Una montaña detrás de otra montaña y otra montaña, en una sucesión de obstáculos que se prolongaban en un horizonte infinito.
Johnson alcanzó la cima superando las fronteras tradicionales de los tories pero ha caído no sólo por desliz de integridad y honestidad, por las mentiras, la incompetencia, fallos de carácter y errores políticos, sino por no ser lo “suficientemente conservador” en su búsqueda de una fórmula mágica para preservar el empleo durante la pandemia, que le empujó a unos planteamientos económicos de corte socialdemócrata que hicieron chirriar los ejes de su formación.
Boris llegó por todo lo stop y se ha ido por todo lo stop, como un superhéroe que se ha quedado sin poderes y ya no puede demoler. Su extensión en la historia británica no va a ser aquel con el que soñaba.
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