Una vez más, un presidente de un Parlamento autonómico se ve destinado a una condena por delito de desobediencia formal a la autoridad. Sucedió, hace ya unos cuántos primaveras, con el presidente del Parlamento vasco Juan María Atutxa, a posteriori de una retorcida y criticada sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que, finalmente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos terminó anulando.
En estos momentos le ha tocado el turno a Roger Torrent, presidente del Parlament de Catalunya, al que se le acusa de no respetar las decisiones del Tribunal Constitucional. La delación del servicio fiscal se manguita en no favor acatado los apercibimientos del Tribunal Constitucional para que no tramitase dos pronunciamientos parlamentarios sobre la Monarquía y el derecho a la autodeterminación, que finalmente fueron aprobados por la Cámara.
A Roger Torrent se le acusa de no respetar las decisiones del TC
Nos encontramos frente a un conflicto de competencias que no tiene precedentes ni referentes en ningún país demócrata que respete la división de poderes y la primacía de los parlamentos como depositarios de la soberanía popular e inviolables cuando actúan en el desempeño de sus funciones constitucionales, estatutarias y reglamentarias.
El delito de desobediencia lo cometen las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el correcto cumplimiento a las resoluciones judiciales, o a decisiones u órdenes de la cocheridad superior. Conviene rememorar que la posible existencia de responsabilidades penales, frente a el incumplimiento de resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional, fue cuestionada por varios de sus magistrados.
Con la argumento predominante, el Constitucional puede animarse el orden del día de los parlamentos o prohibir debates sobre cualquier cuestión política. Si lo hace, incurre en un evidente exceso de poder al no estar previstas estas competencias en su ley reguladora. En el Parlamento inglés o en cualquier otro de la Europa democrática sería inconcebible esta intromisión que rompe con el principio de la soberanía popular. Si en un Parlamento gachupin no se puede batallar sobre la forma de gobierno, la inviolabilidad del Rey o sobre el derecho de autodeterminación, estaríamos retrocediendo con destino a un sistema de concentración de poder en manos de doce personas con un poder ilimitado para controlar el funcionamiento del poder legislador que, según la Constitución, representa al pueblo gachupin.
Nuestros tribunales consideran que rajar el Parlamento a toda clase de debates, en contra de las opiniones del Tribunal Constitucional, puede constituir un delito de desobediencia formal. Este delito está previsto para los funcionarios y las autoridades de las administraciones públicas que se negaren abiertamente a dar el correcto cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la cocheridad superior dictadas adentro del ámbito de su respectiva competencia y revestidas de las formalidades legales. Si cierto considera que los parlamentos forman parte de la Delegación pública, le invito a que salga a la palestra a sostenerlo.
La dislocación de un admisiblemente sumarial protegido por el Código Penal, como presupuesto de la posibilidad de castigar una conducta, es una doctrina consolidada en todos los manuales de derecho penal. Las decisiones de los parlamentos podrán ser criticadas políticamente, pero en ningún caso lesionan el correcto y eficaz funcionamiento de la Delegación pública, por lo que es inútil y contrario a los más elementales conocimientos del derecho penal considerar que sus acuerdos pueden ser constitutivos de delito.
El Tribunal Constitucional no dicta resoluciones judiciales y se excede de sus competencias al invadir la autonomía práctico de los parlamentos. En todo caso, no creo que a nadie se le ocurra sostener que el Tribunal Constitucional es la autoridad superior de las cámaras legislativas. En consecuencia, es inútil que exista un delito de desobediencia.
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