El pintoresco olor a gas no es del gas. El fluido se perfuma con un fragancia intenso para que alarme al instante en caso de fuga. El mercaptano y otros aditivos malolientes buscan evitar una tragedia como la que ocurrió en Texas en 1937. Una ataque debida a un escape se cobró doscientas noventa y cuatro vidas en esa época. Como el suceso ocurrió en un colegio, nueve de cada diez víctimas mortales fueron chicos y chicas de entre diez y diecisiete abriles.
Considerada la veterano catástrofe escolar de Estados Unidos, el tercer siniestro más mortífero en la historia de Texas y una de las mayores deflagraciones del período de entreguerras, la ataque de Nueva Londres asimismo resonó con potencia en el exógeno. Tanto fue así que hasta un Hitler ya metido en preparativos para la Segunda Extirpación Mundial envió un telegrama de condolencias por el desastre.
Esta mortífera detonación ha seguido repercutiendo a través del tiempo. El estado sureño pronto exigió por ley que se mezclasen con el gas aditivos fétidos para entregar la detección de fugas. Otros parlamentos regionales no tardaron en sumarse a esta iniciativa, que el Capitolio terminó convirtiendo en un imperativo federal. Aunque en Europa el gas se olorizaba desde 1880, la desgracia de Texas asimismo influyó, como en otras latitudes, para normativizar esta destreza, hasta ese momento de aplicación irregular.
Un oasis en la Depresión
Ausencia permitía augurar la malaventura que se avecinaba en una zona que, en la término de 1930, era una excepción acertado en el interior de la Gran Depresión. El este de Texas, una vasta franja territorial con personalidad propia, experimentaba un dinámico prosperidad crematístico gracias a su subsuelo. El petróleo manaba a raudales en esta región, que se funde paisajística y culturalmente con el contiguo Sur profundo. Se vivía en un oasis de prosperidad.
El condado de Rusk era un buen ejemplo de esta bonanza. El oro molesto se había descubierto en sus entrañas en 1930, por lo que no hizo error el New Deal de Roosevelt ni se sufrieron las sequías, hambrunas y polvaredas del Dust Bowl, como sucedió en el noroeste del propio Texas. Las inversiones fluían sin cortapisas en pequeñas ciudades comarcales como Henderson y hasta en caseríos un tanto dispersos como Londres, rebautizado Nueva Londres en 1931, porque ya había una oficina postal con ese nombre en otro rincón del estado.
Nueva Londres pregonaba su bienestar con edificios a la última en ese entorno rural. Era el caso del centro educativo. Costeado desinteresadamente por los impuestos del oro molesto, su construcción, en 1932, había ascendido a un millón de dólares, unos vigésimo de la ahora. Así como su equipo de fútbol sudamericano disfrutaba de uno de los primeros estadios completamente electrificados de Texas, el engorroso, con aulas, biblioteca, recinto, cafetería y otras dependencias, mostraba instalaciones tan amplias como modernas. Estructuras de espada y hormigón. Adobe a la pinta. Ventanales diáfanos. Era el veterano orgullo del pueblo.
Chapuzas para dosificar
El boleto no era el único arbitrio que proveía el petróleo. Este asimismo proporcionaba un valioso producto de desecho. El gas se venía utilizando para calefacción –ya poco para iluminación, desde la propagación de la electricidad– desde la Revolución Industrial en Inglaterra. Sin requisa, esa comodidad solía destinarse solo a las ciudades. Encontrar reservas abundantes y canalizarlas resultaba caro, ileso que se tratara de una población petrolera cuyos pozos generasen, por añadidura, gas natural para dar y regalar.
Este beneficio extra sería la perdición de Nueva Londres. Aunque existía una red comercial de este fluido, parte del pueblo prefería canalizarlo a su vivienda o su negocio de forma clandestina. Para ello, bastaba tener alguna idea de tuberías, lo cual no escaseaba en un sitio donde, quien más, quien menos, todo el mundo estaba relacionado con las industrias extractivas.
Los gasoductos improvisados estaban a la orden del día. Se trataba de conexiones alegales y chapuceras al gas crudo, de disminución calidad, que las petroleras entubaban para sus propias deyección energéticas, no para la cesión.
Ese era el panorama cuando el inspector de educación y el consejo escolar de Nueva Londres buscaron recortar gastos de calefacción en el colegio. Tiempo a espaldas habían descartado el sistema habitual, de caldera y agua caliente, para sustituirlo por 72 radiadores de fuego vivo a gas, alimentados por una telaraña de tuberías que recorrían el establecimiento. A comienzos de 1937, los responsables de la escuela la dieron de disminución de la United Gas Company para chupar del fluido desaprovechado por la Parade Gasoline Company. Unos fontaneros hicieron el montaje. El parquedad saldría muy caro.
Un siseo inoloro y ofensivo
El 18 de marzo, a las 15:17 horas, tras un par de meses con niños quejándose de dolor de inicio sin que se supiera la causa, el edificio impávido se elevó un par de metros del suelo. Un instante posteriormente, se desplomó con un estruendo ruidoso.
Durante ese efímero y destructivo planeo, se había aurícula una ataque tan violenta (el sonido viaja más tranquilo que la luz) que una estancia de hormigón de dos toneladas aterrizó a 60 metros de donde había nacido disparada. El coche que aplastó al caer fue lo de menos. Solo una arista permanecía en pie, a duras penas, de un engorroso que había ocupado cuatro manzanas.
El edificio principal del perímetro escolar, de unos 77 metros de generoso por 17 de pancho, había quedado limitado a un estrato de pedazos, del que sobresalían hierros retorcidos bajo una montón blanquecina de polvo en suspensión.
Lo peor aún estaba por conocerse. En el momento de la deflagración, faltaba un cuarto de hora para la salida de clase. Ese jueves, para colmo, el colegio estaba a sobreabundar. Los niños preparaban un reunión interescolar para el día venidero en Henderson, la caudal comarcal, y la asociación de padres y profesores realizaba un pleno en el recinto. Podía suceder cientos de víctimas entre las personas impactadas por la detonación y las aplastadas por las paredes y los techos.
El dispositivo de rescate se activó en cuestión de minutos. Lo estrenaron los propios padres supervivientes, aún aturdidos, rebuscando desesperados entre las ruinas y el silencio auténtico. Las llamadas telefónicas y los telegramas alertaron pronto a otros progenitores, vecinos y pueblos. Los trabajadores de los campos petroleros llevaron a toda prisa herramientas de corte y excavadoras.
Comenzaron a asistir dotaciones de policía, los Rangers y la Municipal Franquista, enviados por el director de Texas. Sheriffs locales, aviadores militares de una pulvínulo cercana y hasta los boy scouts participaron en las tareas. Además los periodistas que cubrían la comunicado, entre ellos, el maravilloso Walter Cronkite, en su primer encargo importante, optaron por desistir las cámaras y libretas para echar una mano.
Diecisiete horas frenéticas
El eficaz se prolongó toda la perplejidad, entre antorchas y bajo la tempestad. A medida que progresaba, se multiplicaban los médicos y las enfermeras. Llegaron a aventajar el centenar generoso. Por desgracia, asimismo proliferaron los forenses, los embalsamadores y los enterradores. Los centros sanitarios y funerarios del este de Texas, donde no dejaban de arribar heridos y a veces restos irreconocibles, debieron alzar tiendas de campaña para poder atender a tantos damnificados.
Diecisiete horas posteriormente de la ataque, el área de los hechos estaba despejado. Al hacer el recuento de las víctimas, la signo ascendió a 294, que pudieron ser identificadas. Había medio millar de menores y unos cuarenta educadores en ese fatídico mediodía de 1937. De ellos, al punto que 130 niños y adolescentes salieron ilesos. La mayoría de los más pequeños eludieron la tragedia por hallarse ya en casa. Sin requisa, perecieron 270 alumnos de entre diez y diecisiete abriles, encima de 24 adultos, entre personal escolar y visitantes.
Las investigaciones precisaron que el potente estallido se había conveniente a una fuga de gas. Se había originado en la deficiente instalación llevada a angla semanas antaño. No hubo modo de percatarse del escape. El fluido, básicamente metano sin tratar, era invisible e inodoro. Se había ido acumulando bajo el edificio principal en un espacio situado entre el dominio, irregular, y la construcción. El día del siniestro, un profesor de manualidades encendió una lijadora eléctrica en un clase del subsuelo para una clase con dieciocho alumnos. Fue la chispa que detonó el combustible comprimido.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 652 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes poco que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.
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