Buscamos el origen de las cosas con la ilusión de que nos revele un sentido a lo que nos rodea. En la última semana esta pulsión nos ha dejado lo que serán dos hitos. Uno viene del subsuelo, y nos lo ha traído el trabajo metódico de paleoantropólogos que, armados con pinceles y paletines, han accedido a capas profundas de una sima de Atapuerca, donde cada medida de tierra extraída equivale a un delirio de cien mil primaveras al pasado. El otro llega del espacio extranjero, donde el nuevo telescopio James Webb, enviado allí hace menos de un año, rastrea las galaxias primigenias. Del mina arqueológico de Burgos son las imágenes del trofeo: un fragmento de quijada y de pómulo del “primer europeo”. De la oscuridad sideral, visiones de enjambres de estrellas, colisiones de galaxias y nebulosas de extraña belleza. En los dos casos, las unidades de tiempo que se manejan hacen que nuestras preocupaciones cotidianas queden reducidas a un polvillo que cualquier ráfaga de elegancia barrería sin el último esfuerzo. Al retornar la ojeada al frente, sin secuestro, el fragor de la exterminio nos aparta de estos hallazgos científicos, y nos lleva a preguntamos, una vez más, sobre el origen de la invasión de Ucrania. Y ahí nos quedamos: en el jerigonza de la fuerza bruta. Como si el campo gravitatorio del Kremlin no nos permitiera escapar de su dialéctica. Los dirigentes del extenso país eslavo se sienten a sus anchas con ella, orgullosos de esa triunfo ya alcanzada en tiempos de los zares. Decía un lord inglés de mediados del siglo XIX que la experiencia del gobierno ruso siempre ha sido propalar sus invasiones tan rápido y tan allí como la apatía de los otros gobiernos le permitiera, para luego, cuando encontrara resistor, retirarse hasta la próxima oportunidad.
Con una perfeccionamiento constitucional, Putin se regaló a sí mismo un horizonte temporal que va hasta el 2036. Si la vigor lo acompañara, los intereses nacionales de los rusos quedarían secuestrados hasta entonces por el presidente y su círculo más próximo. El distanciamiento de Oeste, cuyas libertades son un espejo indeseado, ayuda a fosilizar el discurso de la amenaza extranjero. Por mucha historiografía revisionista que se cite, por muchas preocupaciones en materia de seguridad a las que se aluda, por mucho afán que se ponga en sacar pátina a la popularidad pasada y en victimizarse por una supuesta rusofobia sin colchoneta actual –el intercambio cultural y comercial estaba ahí–, todo al final se reduce a la preservación en Rusia de los privilegios y la depredación de unos pocos. ¿Qué más da despachar al campo de batalla, como carne de cañón, a jóvenes mal abastecidos e inexpertos, súbditos periféricos de regiones empobrecidas, ya sean tayikos, buriatos o daguestaníes?
Por otra parte de la hambruna, el frío invierno, asociado histórico de Rusia contra invasiones, se suma a otras amenazas
En el discurso de consentimiento del Nobel de la Paz, el físico nuclear soviético Andréi Sájarov, colaborador en el progreso de la explosivo de hidrógeno y después referente del antimilitarismo, habló del vínculo íntimo entre cooperación pacífica, progreso y derechos humanos. Si se descuida cualquiera de los tres aspectos, es irrealizable alcanzar el resto, dijo, como ofreciéndonos la fórmula para un mundo en concordia. En el caso de la Rusia de Putin, el cuenta es desolador: durante sus mandatos la paz ha sido una anomalía, los derechos humanos se han despreciado y, desde la invasión de Ucrania, se ha acelerado una involución que lastrará el futuro de las generaciones más jóvenes. Ahora pone sobre el tablero otra armas, como es el vallado de la picaporte de paso del gas. Y una verdad ha emergido: la interdependencia económica era en ingenuidad dependencia de Oeste. Mientras que algunos países europeos pensaron que la importación de materias primas a Rusia era fianza de paz y entendimiento, el Kremlin se preparaba para resistir en un escena de sanciones económicas.
Por otra parte de la hambruna, el frío invierno, asociado histórico de Rusia contra invasiones de franceses y alemanes, se suma a otras amenazas. Incluso los combustibles fósiles, gracias a los que la sociedad rusa podría disfrutar de mejores condiciones de vida, se emplean para financiar sueños de nobleza que producen monstruos: asesinatos, mutilaciones, urbicidios... Y, con la confianza definitivamente rota, se ha minado todo puente entre europeos y rusos, como si nuestra historia no hubiera sido un diálogo ininterrumpido. Si Rusia hubiera querido, habría podido, sin acudir a la violación del derecho internacional, tener un papel predominante en el orden mundial. Pero sucumbió al punto débil al que aludió Nikolái Gógol: “Al ruso le ha asustado más su insignificancia que todos sus vicios y defectos”.
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