Cuatro veces en mi vida me he pasado ingresado en hospitales o enfermerías; una de ellas larga. Las otras puedo calificarlas de cortas.
Con frecuencia me ha sorprendido la bondad con que me han tratado enfermeras y cuidadoras: sin conocerme, sin esperar falta de mí; simplemente por ver que lo estaba pasando mal, buscando solo mi alivio y mi progreso y sin esperar falta a cambio: como si lo que me hacían fuera la cosa más natural del mundo. Lo más que pude devolver fue un rato de audición de una enfermera quejándose por lo bajo del sueldo y porque necesitaba casi dos horas para trasladarse desde su casa al hospital, lo que la obligaba a amanecer más.
La presencia del dolor externo puede cambiarnos y sacar lo mejor de nosotros
No pretendo que fueran gentes canonizables. Me gusta repetir que “la pasta humana es siempre la misma”. Puedo añadir que no todo el mundo me trató siempre de igual guisa: la misma bondad tiene sus manchas (por temperamentos, por estados de talante o historias personales). Adicionalmente, y por vínculos familiares o de amistad, he conocido además algunos de esos trapos sucios entre personal taza: envidias y celos, intentos de una enfermera por ligarse a un médico; y hasta la demanda al director de una clínica privada para que expulsase a una enfermera, porque le había quitado el marido a la escaso mujer que presentaba esa demanda, apelando, para ser oída, a la amistad que, por lo pasado, tenía con ese director. Y poniendo a este en una situación difícil porque (me decía él): “yo tengo que decretar de la profesionalidad, no de la vida privada de esa enfermera. Y es una buena profesional”. En fin: cosas “tan normales como la vida misma”.
Pero precisamente por eso: porque no se comercio de personas santas sino de mi misma pasta, he ido comprendiendo cómo puede cambiarnos y sacar lo mejor de nosotros, la presencia del dolor externo. He abogado otras veces por la penuria de poner encima de la mesa todo el dolor del mundo, el inmenso sufrimiento de tantos inocentes. No para que “nos quiten las ganas de engullir” sino para que nos impulsen a engullir sobria y solidariamente. Y protestaré siempre porque en tiempos de pandemia se nos hayan legado cotidianamente cifras de víctimas (que a mí, por supuesto, me interesaba conocer además) pero nunca, en ningún informativo progresista o conservador, se nos documentación de las víctimas cotidianas de esa otra pandemia del penuria, mucho más larga que la de la covid. Como si cuando el peligro ya no me amenaza a mí dejase de ser información. O como si siquiera sea información lo cliché, por moribundo que pueda ser: porque ahora las víctimas de la covid y la incidencia acumulada siguen creciendo, pero ya ni nos enteramos.
He usado otras veces la relato a “la quimera del oro” de Chaplin, precisamente para destacar que en este caso no se comercio de una quimera: todos llevamos en el interior ese reservas que la brutalidad de esta vida y nuestra propia espontaneidad viciada nos impiden encontrar. Por eso quiero dar este sencillo aviso: proponer simplemente que, cuando sacamos lo mejor de nosotros
mismos, contribuimos a sacar lo mejor de los demás (aunque además corremos el aventura de que se nos quiera crucificar).
El cuidado y la productividad son las dos manos y las dos piernas con que debemos movernos en la tierra. Y se necesitan: la productividad sin cuidado se convierte en explotación. Pero el cuidado sin productividad puede quedarse en mera resignación. Dos malas maneras de trastear cojo y manco por la tierra.
Y vaya esto una vez más como palabra de agradecimiento a tanto personal taza..
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