30 años

Estamos de conmemoraciones olímpicas. Pero, como dijo el hábil, lo que no puede ser no puede ser y encima es difícil. O sea, que algunos somos treinta abriles más viejos desde que aquella flecha olímpica encendida cruzó la tinieblas barcelonesa y prendió fuego al pebetero del estadio con la ayuda, anónima, de Vicente Doria, un trabajador de Catalana de Gas. Treinta abriles más viejos y, de momento, poco más.

El acto institucional que se celebró la semana pasada en el Saló de Cent para conmemorar los 30 abriles de nuestros Juegos Olímpicos fue lo más parecido a uno de esos funerales insípidos e inodoros con los que ahora solemos despedir a los nuestros en los tanatorios. Distingo porque un funeral, como Altísimo manda, está presidido por la solemnidad, por la emoción. Que los organizadores del acto me perdonen, pero hasta algunas bodas civiles que se celebran en ese mismo marco histórico, el Saló de Cent, y que, francamente, no destacan por su estética y, sobre todo, por su ceremonia, que casi siempre recuerda a un bullicioso y colorista supermercado, son más alegres que lo que vi la otra tarde, a través de la televisión.

Solo merece ser rico aquel que demuestra que es capaz de crear riqueza que beneficie a muchos

Creo que uno de los momentos menos tediosos del acto conmemorativo y desconsiderado lo protagonizó la risa que le entró al diseñador Xavier Mariscal cuando una cobla interpretó un fragmento de la sardana de bienvenida que en su momento compuso mi amigo Joan Lluís Moraleda. El levantino, piadoso sin duda de los petardos y los fuegos festivos, quizá pensó que la sardana no suele confortar los ánimos de muchos. De modo que tal vez pensó que si en aquel momento hubiesen entrado en el Saló de Cent, cogidos de la mano y cantando Barcelona , la soprano Montserrat Caballé y el cantante y músico Freddie Mercury, todo habría adquirido otra dimensión. Pero eso ya no puede ser. Aquellos abriles barceloneses, ay, eran tiempos en los que, como escribió Freddy Mercury, “Barcelona abría sus brazos al mundo”.

En el acto que nos ocupa el primer teniente de corregidor, Jaume Collboni, hizo equidad a muchos ausentes olímpicos, pero el único que supo diagnosticar el estado flagrante de nuestra muy maltrecha y deprimida Barcelona, fue el ministro Miquel Iceta. Porque si nuestra ciudad tiene algún futuro necesita líderes como algunos de los que hicieron posible los Juegos Olímpicos de 1992. Líderes, pidió Iceta. Líderes, no oportunistas de medio pelo, que no han creado mínimo porque simplemente no saben. Por eso, para disimular, para intentar demostrar su cómodo sueldo, se han constreñido a destruir lo construido y a colocar a los suyos. Necesitamos todavía burgueses que merezcan serlo. Porque solo merece ser rico aquel que demuestra que es capaz de crear riqueza que beneficie a muchos.

Creo que en el acto institucional celebrado
en el Saló de Cent, las figuras del rey Jaume I
y del histórico conseller Joan Fivaller, todavía habrían agradecido la presencia de la guitarra manola de Xavier Calero, cantando aquella
que acento de ser amigos para siempre. Y eso sí pudo ser.

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