Como si fuera un titiritero, el expresidente Donald Trump va de pueblo en pueblo moviendo el hilo de la discordia.
Más de año y medio posteriormente de salir por la puerta trasera de la Casa Blanca, continúa sin aceptar la derrota e insiste en alentar falsas teorías sobre el robo electoral –lo desacreditan los jueces que él nombró, los ex cargos de su equipo, su clan–, cosa que no hace más que debilitar las instituciones y la confianza de la ciudadanía.
Tal vez no hay ni un 0,01% en Estados Unidos que duda de que cualquier día anunciará de nuevo su intención de ser candidato a la presidencia. Pero hay una cuestión que planea sobre una sociedad confrontada.
¿Debe ser procesado Donald Trump? Esta pregunta flota en el hábitat posteriormente de las minuciosas y estructuralmente perfectamente diseñadas ocho audiencias del comité del Congreso que investiga la insurrección del 6 de enero del 2021. Ha resultado evidente que el entonces presidente auspició premeditadamente la sublevación para mantenerse en el poder en contra de la voluntad de los ciudadanos.
Aunque fuera una mierda de codazo de estado, la traición sigue existiendo, recalca una experta
“Un intento incompetente de codazo de estado todavía puede ser una traición, definida como la traición a tu propio país al intentar derrocar al gobierno librando una cruzada contra el estado o ayudando materialmente a sus enemigos”, señala Elaine Kamarck, experta de la Brookings Institution y presidenta fundadora del Center for Effective Public Management.
Bennie Thompson, el parlamentario demócrata que preside la investigación, argumenta que el 6 de enero fue la culminación de ese intento de codazo y no la obra de una multitud fuera de control. “Tiene que poseer una rendición de cuentas en presencia de la ley. De no ser así, temo que no pararemos la amenaza constante a nuestra democracia”, añade.
Si este fuera un caso penal, un acusador argumentaría que existen cuantiosos indicios directos. Los testigos que han prestado exposición, casi en su totalidad exasesores y colaboradores del precursor ejecutante nombrados por Trump, reconocen que repetidamente les indicaron que no existían pruebas de fraude. Confiesan que él sabía que había muchedumbre armada en la protesta y, pese a todo, los envió a la toma del Capitolio.
Estuvo 187 minutos disfrutando por televisión del culto a su persona, sin mover un dedo para sofocar la violencia, sin hacer una aparición pública ni un comunicado en investigación de calma, haciendo caso omiso de los que pidieron que ordenara el despliegue marcial. Nulo de carencia en “una suprema incumplimiento de su voto y un completo desistimiento de su obligación”.
Aunque el comité, que proseguirá en septiembre su faena pública, no ha decidido todavía si hace una petición criminal al Unidad de Imparcialidad, sí ha cimentado el dominio. Hasta el punto de que cada vez es decano la presión sobre el fiscal genérico Merrick Garland (equivalente al ministro de Imparcialidad) para que actúe a partir de lo desvelado. Garland remarca que “cada persona que es responsable penalmente responderá por eso, nadie está por encima de la ley, no lo puedo opinar más claro”.
No es manejable, ni está claro. David French, comentarista político conservador y crítico con Trump, analiza en The Atlantic que el asunto pivota en la primera reforma, la que establece la exención de expresión y de manifestarse, indemne que se incite a una acto ilegal, violenta.
Durante su silencio, y insignificante posteriormente de dos horas del inicio del asalto al Capitolio, al que el presidente envió a sus seguidores tras un discurso, y al que él no se sumó porque se lo impidieron los agentes secretos de su séquito, Trump lanzó un par de tuits en los que dijo que se mantuvieran pacíficos, aunque sin condena alguna ni petición de retirada.
La defensa constitucional del expresidente reside en cómo se le puede procesar por incitar cuando pidió paz. Previamente había puesto a Pence en el punto de mira de los insurrectos al acusarlo de “cobarde” por no rendirse a su petición inconstitucional. “Si Trump quería una protesta pacífica, ¿por qué permitió que se desatara la violencia, por qué fue Pence quién tuvo que apetecer a la Gendarme Franquista?”, subraya French.
“Para algunos la audacia es manejable y se fundamento en las pruebas”, considera Kamarck. “Para otros –apostilla–, procesar a un expresidente, cuyos seguidores mantienen una devoción de culto, es una determinación con enormes consecuencias. ¿Una reproche exitosa y tal vez de calabozo haría de Trump un mártir y exacerbaría la fea división que ha causado al país?”. Estados Unidos, ser o no ser.
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