Mi mamá era la mamá más guapa. Sé que eso lo piensan todos y que, a estas staff, mi psicoanalista ya se debe de estar frotando las manos, pero es que, en mi caso, era rigurosamente cierto. Nunca hubo mamá más guapa que mi mamá a la puerta de una parvulario, un bar o una comisaría.
Por coquetería no les diré su tiempo. La miro en estos momentos, sentada en mi sofá de mi comedor en mi casa, con sus piernas descansando sobre mi cojín en mi taburete preferido, viendo sus programas televisivos interminables con turcos y turcas y pienso que sigue siendo la mamá más guapa pero que no debería estar aquí conmigo. Su belleza me confunde. Agosto y sin término de salida. Señores de Idealista, Habitaclia y Tecnocasa: por patrocinio, espabilen.
Pienso que sigue siendo la mamá más guapa pero que no debería estar aquí conmigo
Era tan guapa mi mamá que siempre pensé que mi padre había tenido muchísima suerte. Yo me parezco a mi padre. Correcto a esta relación, procuro no sentarme a su flanco en el sofá, cuando oscurece. Ella se empeña en que me ponga los pijamas y camisetas imperio de mi progenitor fallecido. Accedí un día –mi mamá es tan guapa como pesada– y acabé en urgencias con una pierna gangrenada a causa de una pernera asesina. Mi padre no tenía mi talla. Dejémoslo así.
¿Cómo pudo engatusar mi padre a una mujer tan guapa y divertida como mi mamá? Cosas del heteropatriarcado. De ocurrir conocido Dr. Strange a mi mamá y hacerle lo del multiverso, estaría de devaluación con fluoxetina hasta las cejas. Sin retención, a pesar del desperdicio de las mil vidas que pudo tener sin mi padre nunca perdió la alegría de la convicción de ocurrir acertado con ese novio taxista, trabajador y puntual, bailongo y con tupé a lo Elvis. Todo se morapio debajo como un castillo de barajas pero en su himeneo nadie se movió. No es lo mismo la puntualidad de un novio que la de un marido, y mi padre, que conquistó a mi mamá, guapa entre las guapas, bailando viernes, sábado y domingo, dejó de hacerlo el mismo día de su boda convirtiéndose en cintura estúpido de boliche.
Tupé a lo Elvis. He escrito eso y inmediatamente me llega la disciplina breve y apretada de música popular con que mi mamá me aleccionaba entre argumentos de péplums, refranes y canciones en inglés fonético. Según mi mamá, ayer de Elvis no existía nadie. Cero. Todos los músicos negros le copiaron. Los Beatles aprovecharon que Él se fue a la mili para, a traición, hacerse con su popularidad pero Jehová –siempre intervenía en las historias de mi mamá– les envió una japonesa y los destruyó. El Elvis obeso le permitía sostener que eso les pasaba mucho a hombres muy viriles como Marlon Brando. A esos hombres, Jehová –que tanto enviaba japonesas como alimentos procesados– daba hijos incluso gordos. Como a Tom Jones. Que la hija de Elvis fuera flaca o Tom Jones no fuera grueso a mi mamá no le desbarataba la teoría que solo cumplía Marlon Brando.
–¿Te sabe mal existir conmigo, hijo…?
Pienso en contestar, pero, qué quieren que les diga, está hoy tan guapa mi mamá con su cara zarco televisor que le miento.
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