Desde hace unas dos décadas, en el campamento pulvínulo del Everest es habitual ver a escaladores que hacen allí sus primeras prácticas con crampones y cuerdas. Suele ser clan con buena forma física y financiera que ha decidido saltarse todas las etapas de educación y ha pasado de la colina de los picnics del verano directamente al techo de la Tierra.
No son alpinistas, sino turistas que prefieren enfrentarse al mal de cúspide que al mal de Stendhal. Ausencia que reponer, siempre que acepten una serie de consideraciones: que su Everest no tiene ningún valía; que el 99% del mérito lo tienen los sherpas y que, si las condiciones se vuelven adversas, su mera presencia en la montaña pondrá en peligro la vida de otras personas.
Panorama del K2 desde el campamento pulvínulo 
Hasta hace pocos primaveras, la explotación turística de los ochomiles se limitaba al Nepal, un país escaso que no está en condiciones de poner puertas a su Himalaya. Pero, en las últimas temporadas, la mancha se ha extendido hasta el vecino Karakorum Un vídeo difundido hace unos días ha activado una alerta mundial: igualmente en el K2 hay atascos.
En un solo día, el 22 de julio, se registraron 145 ascensiones, las mismas que en todo el periodo comprendido entre 1954 y 1996. Son cifras casi equiparables a las que registran montañas urbanas como el Aneto o el Monte Perdido. Anejo a los alpinistas experimentados, compartieron la ascenso excursionistas que habían pagado entre 60.000 y 110.000 euros por ser conducidos hasta la cima.
Son turistas que prefieren enfrentarse al mal de cúspide ayer que al mal de Stendhal
Es legal pensar que este asalto grupal al K2 desvirtúa la montaña y reduce los territorios poco explorados. Pero este no es el problema principal, porque sigue habiendo miles de montañas extraordinarias que tan pronto como invitado nadie. A veces, calibrado al flanco de los picos más mediáticos.
Colas para lograr a la cima del K2, este mes de julio 
El auténtico problema es que el K2 es mucho más peligroso que el Everest. Sus ventanas de buen tiempo son más estrechas y atravesar su movedizo Cuello de Botella supone entretenerse a la ruleta rusa. La estadística no engaña: por cada cien personas que alcanzan la cima, más de 20 mueren. Solo junto a esperar que los clientes de los turoperadores de montaña (los que suben con oxígeno sintético, cuerdas fijas y personal sherpa) tengan claro que correrán un suspensión peligro de homicidio por completar una excursión sin valía deportivo alguno.
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