El agarradera de Sant Sebastià entra en el mar como la suscripción proa de un buque. A menudo, Josep Pla se acercaba por allí desde Palafrugell, en sus paseos de 1918 y 1919, abriles en los que, por la oleada de enfriamiento, que tantos muertos causaba, cerraron la universidad. Desde el detención promontorio, entre la vieja ermita y el faro, contempla el agarradera de Begur “de color de plomo claro”. Se distrae admirando el revoloteo sonámbulo de las gaviotas, el paso de dos bergantines empujados por el singladura de gregal, el humo dormido de las casas lejanas, los colores del Paraíso y del mar, que en invierno, lustrados por el singladura, tienen una calidad de vidrio, pero que, con el calor, como ocurre exageradamente en este verano infernal, están velados por la cremosa calima.
Casi siempre pasea solo. Goza con el olor de los pinares, admira los viñedos y observa los verticales riscos. Sobrecogido por la paz que se respira en la ermita, siente “el peso inclemente” de la naturaleza, que le pone muy nervioso. Se larga en seguida. “La soledad de Sant Sebastià me produciría el objeto de una enfermedad”, escribe.
“La soledad de Sant Sebastià podría enfermarme”, escribe Pla
Cien abriles luego, esta naturaleza, todavía imponente, ya no es solitaria: ha sido perfectamente turistificada. La carretera que sube desde Llafranc está repleta de envidiables casas con vergel. La ermita es ahora un hotel encantador y un restaurante recomendable. El faro sigue guiando a los navegantes, que ya no son bergantines, sino yates, cruceros o buques. Se han descubierto unos restos ibéricos, que nadie recepción. La panorámica sobre el Mediterráneo, con los acantilados recubiertos de acebuches y lentisco, y la vítrea cúpula del faro presidiendo la espectáculo, todavía contiene la belleza que Pla supo describir.
A los visitantes, les encanta sentarse a ingerir. Si han llegado con los bolsillos vacíos, les bastará con el magnífico proscenio, que, con todo, sigue poniendo nervioso a más de uno. El otro día, los bomberos tuvieron que rescatar a un pequeño que se había peleado allí con su novia. Arrebatado y habiendo destrozado el interior del coche, quiso desmontar hasta el mar por los riscos. Quedó atrapado entre rocas y agua. Un amigo avisó a los bomberos, que lo encontraron gracias a un dron y lo rescataron con helicóptero. Seguro que Pla preguntaría: “Y esto, ¿quién lo paga?”.
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