Prometeo robó el fuego del Olimpo para entregárselo a los humanos, que hicieron de este ambiente la piedra angular de la civilización, pero si poco nos endiosó fue el meteorismo acondicionado. Aun así, no hay dicha que dure para siempre, y las actuales restricciones llegan para bajarnos (muy oportunamente) los humos. El pasado lunes, en plena tercera ola de calor, el Gobierno aprobó el plan de economía energético, según el cual en los recintos públicos deberá mantenerse la refrigeración por encima de los 27 grados. Con el calentamiento entero al incremento, cuesta (y mucho) imaginar cómo nos las habríamos arreglado ahora sin ese invento. Si la domesticación del fuego ha servido a lo dispendioso de la historia para cocinar alimentos, manipular metales y propulsar máquinas de vapor, se dio un paso más allá en 1902 cuando un ingeniero consiguió regular la temperatura y la humedad en una imprenta de Brooklyn. La climatización saltó de la industria y de los espacios públicos a los privados y transformó nuestra modo de alucinar, socializar y consumir. Se creó así el nuevo en serie de confort al que aspirarían con el tiempo las economías emergentes a lo dispendioso y orondo del mundo. De la misma modo que hoy se exponen delicadas obras de arte en condiciones ideales, asimismo se han construido urbanizaciones sin priorizar la eficiencia energética, pistas de esquí cubiertas o enormes centros comerciales en regiones muy cálidas, incluso desérticas, gracias a los chorros de frío sintético. Al fin y al angla, es parte de la naturaleza humana perseguir lo que en apariencia es increíble. Vladimir Nabokov ilustró esta idea con una bella imagen: “Talante es un africano que sueña con cocaína”.
Esta idea de progreso infalible se resquebrajó hace décadas, cuando saltaron las primeras alarmas frente a el cambio climático. Y es que las soluciones engendran nuevos problemas: supimos, entre otras cosas, que la tecnología que creaba burbujas climatizadas para la comodidad de unos pocos favorecía el calentamiento del planeta. Si en la presente se estima que hay más de mil millones de aparatos de meteorismo acondicionado, para el 2050, en paralelo al aumento de la renta per cápita en las economías más pobladas, la número sobrepasará los 4.500 millones de unidades. La refrigeración mecánica llegará a consumir entonces un 13% de toda la electricidad. Si lo traducimos a emisiones de CO2, esto equivale a unos dos mil millones de toneladas anuales. Es pertinente preguntarse no quién merece ese confort, sino desde qué punto de paisaje lo definimos. El plan de economía energético ha coincidido con la crisis del cubito de hielo . De repente, por la demanda y su coste de producción, el hielo se ha convertido en un perfectamente tan preciado que pronto lo miraremos, al parecer, con los mismos luceros de asombro que el personaje de Cien abriles de soledad al verlo por primera vez en Macondo: “Un pedrusco transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo”.
En los últimos abriles hemos hecho un curso acelerado sobre fragilidades
En los últimos abriles hemos hecho un curso acelerado sobre fragilidades: la de la sanidad frente a la propagación de un virus, la de la paz frente a autoritarismos beligerantes, la de los ecosistemas naturales con respecto a la explotación intensiva de posibles. Trillado en perspectiva, el verano del año pasado parece un monografía universal de este: récords de altas temperaturas, sequía, noches asfixiantes, incendios. En el flagrante se ha sumado la subida de precios de la energía, lo que no nos permite eludir el problema resguardándonos cada cual en interiores (tan) refrigerados, o al menos no sin remordimientos. De la responsabilidad colectiva escribe Marta Peirano en su nuevo Contra el futuro (Debate), que nos devuelve a nosotros, como ciudadanos, el deber de plantar cara al feudalismo climático, entendido como la “privatización de las infraestructuras que nos hacen errata para enfrentarnos a la crisis climática”. Estas quedan en manos de una minoría que no está “interesada en guardar el planeta, sino en seguir disfrutando de una cantidad desproporcionada de posibles sin acreditar las consecuencias”. No necesitamos discursos apocalípticos, insiste, sino imaginar un futuro mejor, rebelarnos frente a lo que parece preciso, convertirnos “en un ejército civil contra la crisis climática, aprendiendo a ser mejores vecinos con todos nuestros vecinos, incluyendo el resto de las especies con las que compartimos el planeta”. Esa debería ser la verdadera Escuela de calor que cantaba Radiodifusión Futura, ahora que arde la calle al sol de poniente.
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