'En el Spree', de Maxim Ósipov

La seguridad en tus propias fuerzas se alcanza tras largas y constantes victorias.

Ruedo, Elizaveta, una rubia natural, lo que a veces se pira una «rubia de espada», vuela de Moscú a Berlín. Solo su padre la pira Ruedo, para los demás es Betty, un nombre enérgico, alegre, que le va mucho.

La idea de la seguridad en sus propias fuerzas pertenece a Capablanca. De todos modos, ningún Capablanca se hubiera resistido delante Betty: pelo corto, piernas largas y poderosas, brazos igualmente fuertes y, en militar, una musculatura perfectamente desarrollada; blusa negra, pantalones claros ceñidos, vientre completamente plano, y en el cuello un tatuaje inmaterial. Si no fuera por el pliegue horizontal en la frente, de Betty se podría sostener que es una mujer «de raza», pero Betty no es un heroína, no es un potro árabe al que despabilarse defectos. En cualquier puesto conocido, incluso en uno tan ocasional como un avión, atrae las miradas. Hermosa, adulta, sobria y culta, Betty es encima directora de proyectos, la segunda en importancia de una empresa muy conocida. Poco pagada de sí misma, sí, pero ¿quién en el puesto de Betty no lo estaría?

Durante el planeo lee una revista literaria seria, aunque ilustrada. La lee de lado a rabo, un artículo tras otro, tanto los ensayísticos como las piezas literarias. En el relato que está leyendo, tan triste como divertido, se describe la boda de unos matemáticos. En ella, la novia se encuentra por primera vez con su propio padre; sus padres tuvieron una relación casual, un romance fugaz, y su padre no tenía ni idea de que tenía una hija. Allí mismo, durante la boda, el padre y la hermana reconectan de nuevo, en esta ocasión seguramente por un plazo no tan corto, y todo se enreda. Lo que se cuenta de los invitados-artistas es divertido, muchos tienen nombres ingeniosos, como salidos de una ópera de Mozart. Betty, a todo esto, igualmente entiende de ópera; de hecho, hoy asistirá a una, y no irá sola, oh, no. En Berlín siempre hay ocasión de presentarse a un buen concierto o una ópera. Todo lo que tiene que ver con la civilización se ha multiplicado por dos tras la caída del Tapia; hay donde nominar y, a fallar por las críticas, las obras del Este a menudo no son peores que las del Oeste. En cuanto al relato, no ha tenido tiempo de destruir de leerlo, pero le ha parecido una historia ciertamente divertida y flagrante, casi como escrita para ella.

—¿Qué la ha traído a Berlín?

El oficial del control de pasaportes se dirige a ella en inglés, pero ella le rebate en tudesco: ha venido a ver a su hermana.

—Qué maravilla.

Maravilla es poco; el policía no sabe hasta qué punto lo es. El hombre se queda mirando abundante rato a Betty: no observa los documentos ni siquiera su cara, sino su cuello y su pecho. ¿Cómo se pira su hermana?, pregunta el policía. ¿Hace mucho que no se ven? La hermana se pira Elsa y hace lo suyo que no se han pasado, sí. A Betty le divierte la situación, el policía igualmente está de buen humor. Pam-pam, estampa los sellos: bienvenida a la RFA.

—A la Friedrich-Schiller-Allee, número catorce —anuncia Betty en tono alegre cuando se introduce en el taxi—. Kremer & Kremer, equipos ecuestres.

Sonríe al rememorar el consejo de su padre al acompañarla al aeropuerto:

—Potranca es Pferd, heroína es Roß; los sustantivos se escriben en mayúscula. Aunque peores problemas ha resuelto el Comité Central. —A su padre le gustaba invertir esa frase en situaciones complicadas. Al despedirse la estuvo estrujando y abrazando abundante rato.

Ser una novato vaco, musculoso y hermosa: ¿hay en el mundo poco mejor? Los hombres forman parte de la vida de Betty —cómo conducirse sin hombres—, pero no aguanta a ningún más que unos meses. Todos le salen como muy deportivos. No es que Betty sea enemiga del deporte —se aprende disciplina y a aventajar obstáculos—, pero para una relación seria, más duradera, ella quiere poco más: sensibilidad artística, alegría e inteligencia, en zaguero término. No es una condición indispensable, ni una filosofía misándrica —palabra engolada donde las haya—; encima de que su única filosofía es vive y deja conducirse.

—No hay prisa, ¿sí? —le dice al conductor, que ha realizado una maniobra demasiado brusca. No quiere presentarse a la Schiller-Allee hasta las seis, la hora de obstrucción.

El taxista es un tipo tedioso, mal rapado y poco hinchado, de más de cincuenta abriles. Le pregunta el nombre y lo olvida al instante: Günter o poco así. Es de la RDA. Ella creía, por cierto, que solo los turcos y los rusos conducían taxis en Berlín. En cualquier caso, se apresura a hacerle enterarse, ella es rusa. Él la había tomado por holandesa, por suiza incluso. Espléndido; quizá Günter pueda ilustrarla y enseñarle un poco la ciudad. A Betty le gustaría enamorarse de Berlín. Está llena de buenas intenciones.

En Berlín hace más calor, hay más humedad y se diría que igualmente está más vago que en Moscú. El firmamento es anodino, pero no llueve. A la derecha, el nuevo aeropuerto de Brandeburgo: lleva ni se sabe cuánto en obras. De momento no hay nulo que ver.

Volviendo al deporte: fue su padre quien le enseñó a nadar. Betty sabe nadar desde que tiene uso de razón; para ella, es como observar o musitar. Recibió encima clases de esgrima, de atletismo, de hípica e incluso de tiro: el pentatlón innovador, una combinación de deportes de la máxima concordia. Pero lo que más placer le ha proporcionado ha sido la hípica. El pentatlón, no obstante, lo tuvo que dejar, y fue lícitamente por ellos, por los caballos: en las cuadras le lloraban los luceros, por una reacción alérgica al heno. Pasó a la flotación sincronizada: allí enseñaba sus hermosas piernas saliendo del agua, para alegría de sus mayores, sobre todo del padre. De pupila, en su imaginación pueril, el pasado del padre, antaño de casarse y de que naciera Betty (que fue una hija tardía) está relacionado con el agua, con las aguas abiertas: el padre se licenció en Geogonia por la Universidad de Moscú; hablaba varias lenguas (tudesco, inglés, serbio y árabe, aunque este zaguero con diccionario, como se dice), y nadaba maravillosamente. Incluso ahora, a sus setenta abriles, iba al río Moskvá desde mediados de mayo hasta septiembre y el resto del año a la piscina.

Tras la ventanilla el paisaje sigue siendo inconexo, como si estuviera pegado de cualquier guisa. Muchas construcciones nuevas, de hormigón, espada y cristal. Berlín es la ciudad de las ideas inconclusas, de las posibilidades no realizadas.

Esta es la Karl-Marx-Allee, dice el taxista rompiendo el silencio. Y señala los edificios donde vivían los jefes de la rda. Las ventanas son más grandes y los balcones más anchos que los del resto, pero, aun así, para los tiempos que corren son un triste espectáculo. A Betty no le viene de nuevas este tipo de cimentación, estas «casas de planificación mejorada»: ella creció en una así, en Stróguino. De hecho, su padre sigue viviendo allí, igual que su hermana hasta no hace mucho.

Escaso mamá, murió de repente. Fue un día al hospital, a hacerse una revisión, y no volvió. Tanto su padre como Betty no se fían desde entonces de los médicos rusos.

Pero no hablemos de cosas tristes. Hace unos abriles, Betty se trasladó a conducirse al centro, a la calle Ostózhenka. Dio los primeros pasos en el mundo de los negocios con la ayuda de su padre —¿para qué ocultarlo?—: él la puso en contacto con las personas adecuadas y luego ya siguió sola. Con su inteligencia, su conocimiento de idiomas y su apariencia, ¿cómo no iba a alzar Betty el planeo? Su padre no la ayudó tanto, siquiera hay que exagerar.

Horizontal

El escritor Maxim Osipov en el bar Velódromo de Barcelona 

Montse Giralt / Shooting / Colaboradores

Entregada a estos pensamientos, Betty no se da cuenta de que han llegado a la parte occidental de la ciudad. Qué extraña disposición la de Berlín: avenidas que no llevan a parte alguna, que no desembocan en una plaza o en un edificio monumental, sino que a menudo van a detener a ninguna parte. Teatros, salas de concierto, embajadas, más embajadas, organismos estatales: es una ciudad hecha de descuido y burocracia. ¡Vaya! Aquí está la Ópera a la que vendrá con Elsa por la oscuridad. El plan es el sucesivo: ella recoge a Elsa en la tienda y van a la ópera; luego cenan y charlan; se sinceran. Hoy Betty está abierta a cualquier tipo de comida, que Elsa elija. Poco le dice que su hermana no come carne. ¿Y si de pronto es una estúpida? Casi no sabe inglés, cosa que en una alemana aún novato no es buena señal. Pero la ópera le gustará: los alemanes son un pueblo musical. Y las estúpidas igualmente cenan. Todo irá perfectamente, lo presiente.

Betty no ha reservado hotel; seguramente Elsa la invitará a su casa. Elsa tiene cuarenta y dos abriles, y por lo pasado vive sola. Por muy humildes que sean sus condiciones de vida, habrá que aguantarse: uno no elige a sus parientes. No pasa nulo, seguro que a Elsa le irán perfectamente las cosas. Por cierto, tener de su banda a Elsa le será útil a Betty, con todas esas nuevas reglas para las cuentas en países extranjeros. Claro que Betty no ha venido a verla por eso.

—¿Puede usted voltear a la derecha? —le pide al conductor—. Conduzca a lo abundante del Spree.

Piedras, losas y barandillas: aquí el Spree discurre unido a un malecón. Es un riachuelo como cualquier otro, anodino, quizá poco más encantado que nuestro Yauza moscovita. Por poco que uno sepa nadar, aquí no se ahoga.

Betty talego un espejo y se mira en él. Su padre tiene el mismo pliegue en la frente, aunque mucho más afectado. Se ve especialmente en esa fotografía de su padre novato que tanto le costó conseguir. Cuando a su padre le preguntan que dónde trabaja ahora, él rebate que tras la crimen de su esposa, ha perdido el interés por todo. Sí, sigue trabajando, lleva algún negocio de vez en cuando, pero luego agita la mano y se tapa los luceros: a nadie le importan esos detalles. Está al cuidado de ciertos proyectos, pero no comerciales, sino editoriales, educativos. El comercio le está contraindicado; que a esto se dedique Ruedo.

Han dejado antes la ciudad propiamente dicha; los rodea ya no un parque, sino un bosque: los pájaros se desgañitan y corretean las ardillas. Pero, claro, dónde iba a estar una tienda de productos de hípica si no entre los árboles. Aquí debe suceder incluso zorros y liebres, y pronto, en abril o mayo, vendrán aquí los abuelitos. A los alemanes les encanta tomar el sol desnudos: un buen espectáculo, seguramente.

Llegaremos pronto. Betty enciende su móvil, lo pone en silencio y revisa las fotos. Luego abre el bolsa, comprueba que siguen allí los billetes para la ópera y de nuevo se mira en el espejo. Lo guardián todo y se pasa las manos por las caderas. Betty tiene los dedos largos, con unas articulaciones grandes y de relieve perfectamente afectado.

«Oh, calla, corazo-o-ón en la oscuridad neva-a-ada», canturrea en voz muy quebranto, casi para sus adentros, «y el coma-a-ando se va en delegación peligrosa». Es una cancioncilla que siempre la centra. Todavía la aprendió de su padre; como él no alcanzaba las notas altas, Betty lo acompañaba cantando y al piano. Sí, sí, igualmente se graduó en el conservatorio, hace mucho.

Schiller-Allee, número catorce. ¿Dónde están las otras trece casas? Seguramente más allá, tras los árboles. Kremer & Kremer, ha llegado media hora antaño del obstrucción. No está perfectamente presentarse tarde, pero siquiera antaño de hora.

Betty quebranto del taxi detrás del edificio, deja que se marche y mira a su en torno a. No hay nadie, ni vigilantes ni clientes. Solo un diminuto automóvil anodino con cabezas de caballos dibujadas en el capó y en el maletero. Ninguna duda de a quién pertenece. El automóvil provoca de nuevo en Betty una ola de compasión.

Hace mal tiempo, pero no frío; de todos modos ha llovido y el salero está impregnado de humedad. Huele a arbustos recién podados: un olor musculoso y de difícil descripción. Betty pasea entre la penumbra otros diez minutos. Ya son las seis menos cuarto.

La vitrina está perfectamente iluminada: correas, riendas, cabezadas, amortiguadores, gualdrapas de todos los colores, mantas de ganzúa para la muserola o para debajo de la arnés… Son artículos que Betty conoce perfectamente, que le son queridos. Por un momento se olvida de a qué ha venido. Hay más: gorros de jockey, de copa, ¡oh, pantalones de costar, qué elegantes, con un parche entre las posaderas! Piedad que no tenga adónde ir con unos así. Y esas botas, cómo se llamaban... Tiffany, eso es. Bueno, vamos allá.

A Betty le enseñaron que, para disparar, debía soltar todo el salero, hasta el final. Luego inspirar un poco, una cuarta parte, retener la respiración, apuntar, escuchar el ritmo de su corazón y, entre palpitación y palpitación, angustiar el percutor. Betty agarra la manija de la puerta, hace una breve pausa y abre la puerta.

—Buenas tardes, Elsa —dice acercándose a la caja—. Tengo buenas noticiario para usted.

Esta historia tiene su prehistoria. A finales de febrero el padre de Betty la llamó y le pidió que viniera a verlo. El tono era sereno y práctico. Tenía dos noticiario. ¿Empezamos, como de costumbre, por la mala?

—Tengo cáncer. Preferiría no dar detalles… Sí, cosa de hombres… Sí, la próstata. Una medicucha, la uróloga, de la clínica, va y me dice que es un pequeño cáncer, pero que no tiene nulo de particular. Y me propone —el padre inesperadamente lanzó un gemido— ¡la castración! ¿Y qué garantías hay de que eso ayude? ¿Garantías?, me dicen. ¡Ninguna!

Betty, por supuesto, no iba a permitir comparable brutalidad. Le encontrará un médico adecuado. No allí: en Alemania.

—Ya-a-a, en Alemania. —El padre se calmó de repente. Por eso mismo la había llamado. No obstante, hay un impedimento. A los de su asociación…

¿De qué asociación?

—¿No me digas que no me entiendes?

A los que formaron parte del Primer Directorio del KGB (sí, ese KGB), no les dejan delirar a Europa; de hecho, a ninguna parte. Es una prohibición perfectamente pública. El padre soltó todo eso a toda prisa e incluso con tono displicente: eres una chica inventario, deja de dártelas de que todo esto te ha sorprendido.

No le venía del todo de nuevas, claro. Cierta vez, tendría unos trece abriles, Betty oyó por casualidad lo que decía un vecino al que llamaban tío Savva, y que caldo a ver a su padre a casa. Contaba divertido cómo un compañero de uno y otro casi manda al otro barriada a un médico al que, tras operarle con éxito, le regaló un whisky o un coñac carísimo, una botella que contenía una concentración enorme de una sustancia venenosa (Betty había olvidado cuál era). Al parecer había sacado la botella del armario desacertado. El padre lo hizo callar al instante y lo sacó de casa de malas maneras. Y entonces Betty oyó por primera vez una espléndida frase. Su padre la pronunció en inglés: Ask no questions, and you’ll be told no lies (No preguntes y no te mentirán). Y estaba igualmente el hecho de que, en finalidad, él nunca viajaba al extranjero; prefería ocurrir las ocio en casa. Seguro que, si se hubiera parado a pensar, habría podido rememorar más cosas.

Así pues, esas eran las malas noticiario: el cáncer y la perspectiva de que se lo traten en Moscú. A Betty no le gustaba el término sovok, que muchos utilizan para musitar de la época soviética de forma despectiva, y más cuando ella escasamente conoció la urss y estaba convencida de que en ella hubo de todo, muchas cosas maravillosas incluso. Pero en lo relativo a la medicina nación, no había otro término para describirla. ¿Y cuál era la buena nota? Su padre, por alguna razón, tardaba en comunicársela.

Su padre sonrió, con expresión mendicante, enfermiza. Estaba avergonzado; Betty nunca lo había pasado así. La buena nota es que puede que ella tenga una hermana en Alemania. Estaba claro por qué no había dicho nulo antaño —su hermana estaba aún viva— y por qué, en cambio, lo soltaba en aquel momento: una reunificación sabido era su única posibilidad de salvarse.

Las circunstancias eran las siguientes: desde principios de los setenta y hasta 1982 había vivido en Berlín Oeste con el patronímico serbio de Milich. ¿Por qué no Fischer o Schmidt? Porque así son las cosas. Tal vez su tudesco no fuera lo suficiente bueno. ¿Dónde trabajaba, a qué se dedicaba? Se dedicaba a dibujar mapas, trabajaba en una oficina; la geogonia era lo suyo y lo que había estudiado. Solo que sus mapas prácticamente no servían para nulo. En Berlín, en los setenta, todo había recuperado la normalidad y recobrado el nivelación. Tenía tiempo de pasear por el río. Se casó y nació una hija. La mujer se llamaba Anna. ¿A qué se dedicaba? A nulo específico, daba clases de música. Era mucho decano que él. Ahora seguramente estaría jubilada, si no había muerto ya. En una palabra, una vida como otra, sin más. Planeaban su futuro, un futuro en global. Querían comprarse una casita, cuidaban de su hijita Elsa. Y de pronto, llegó la orden de retornar a casa. Cualquiera había sido descubierto, se había filtrado la identidad de un colega, no la suya. No preguntes y… —Sí, Betty recordaba el final de la frase.

Las órdenes, en fin, están para eso, para cumplirlas. Le dieron sobrado tiempo para prepararse: dos días enteros. La mañana en que se cumplía el plazo se dirigió temprano, como hacía a menudo, al Spree, dejó la ropa en la orilla y… Bueno, había formas de hacerlo. Le ofrecieron la posibilidad de que su grupo se fuera con él. Pero era poco probable que la idea hubiera sido del sensibilidad de Anna, que, por lo que él sabía, no experimentaba específico simpatía por los rusos y el mundo socialista. Siquiera hubo ocasión de hablarlo.

—Aunque teníamos una relación natural. Tú ya sabes, Ruedo, cariño, que, en principio, me llevo perfectamente con todo el mundo.

La acompañó hasta la puerta e inesperadamente la abrazó con fuerza:

—Por cierto, cuando cuentes cosas allí… —¿Dónde? ¿A qué se refería?—. Yo nunca le hice ningún daño a Alemania, en ningún sentido, ¿me entiendes?

Lo peor, la impresión más dura, no se la causó el relato de su padre ni el diagnosis de la uróloga, sino el asfixiante y dulzón olor a carne podrida que le llegó de las manos y la boca de su padre cuando la abrazó. Regresó a casa y, en cuanto pudo, se lavó. Luego se puso a despabilarse a su hermana. La encontró.

Elsa Milich, nacida en 1973. Por suerte no se había casado ni cambiado de patronímico. Un trasto útil este Facebook. Elsa tenía dieciséis amigos, lo que no era una multitud. Al menos alguno le hacía fotos. En todas ellas estaba sola, animales al beneficio. Aparecían perros peludos, medio difuntos, y caballos que siquiera estaban en su mejor momento. Ni viajes, ni comida, ni política; siquiera los niños desaparecidos parecían quitarle el sueño. Solo había menciones a la vitalidad de los perros abandonados y la dieta de los caballos. Había una foto del otoño mencionado. Ninguna similitud, a primera olfato, con el padre. Una fisionomia sobrado plana: pómulos y hocico anchos, el pelo poco pelirrojo, canas. ¿Qué podía sostener? Debería teñirse. Aun así, debía de ser una de sus mejores fotos, ya que la ha colgado la propia Elsa. En otra estaba unido a un heroína, de perfil. Tenía una hermanita culona, pensó Betty, si se le permitía expresarlo sin tapujos. No había ningún pista de la hermana; aunque es verdad que una mujer decano en nulo está obligada a pasearse por las redes sociales.

Le pidió a su padre que recordara poco de Elsa, por la que ya empezaba a percibir compasión.

—No había nulo extraordinario en sus capacidades, que digamos; nulo que ver contigo, tú eres mucho más capaz. Una vez le dije: «Hay niños a los que hay que reñir y castigar para que se esfuercen más, y otros, al contrario, a los que hay que alabar y mimar. Pero tú, Elsa, no sé a qué categoría perteneces: ni una cosa ni otra funciona». Y ella va y me dice: «Decídelo tú mismo, papá». ¿Te lo imaginas, Ruedo? —Se quedó un rato pensativo—. Aun así, yo contaba más con la hija que con la hermana.

En Facebook no es raro topar a alguno sin más, de modo que Betty le escribió a su hermana en inglés (le pareció más adecuado hacerlo en una jerigonza ajena a ambas): «Si es usted hija de una persona indicación Mirko Milich, por amparo, hágamelo enterarse: puedo informarla de poco de enorme importancia. Estoy dispuesta a delirar a Berlín». Pasaron varios días antaño de que Elsa leyera el mensaje (de lo cual dejó constancia una señal), y otros más antaño de que contestara (en un inglés horroroso): «Venga cualquier día lectivo a la tienda, antaño de cerrar».

Y he aquí que Betty se halla delante la caja, le alarga a Elsa la mano y se dirige a ella en tudesco:

—Tengo buenas noticiario. Soy su hermana.

Los gestos son más veraces, más convincentes que las palabras. Ha planeado aquella primera ambiente y la ha ensayado: se alcahuetería de estrechar la mano de Elsa y de retenerla unos tres segundos en la suya; de colocar, posteriormente, su mano izquierda encima de la derecha de Elsa. Y de vislumbrar su vistazo.

Una calle de Berlín

Una calle de Berlín

ARCHIVO

Elsa tiene los luceros inflamados, rojos, y los párpados hinchados: conjuntivitis alérgica. Elsa, al fin y al lado, trabaja con pacas de paja.

—A mí igualmente me goteaba la hocico y me lloraban los luceros, hasta que dejé la hípica.

Dos cosas en global: la enemistad y la afecto por los caballos; de momento, todo va perfectamente. Elsa tiene mejor aspecto al natural que en Facebook, a pesar de la conjuntivitis.

—No, es inverosímil. —Su voz es quebranto y ronca, como de fumadora—. Usted tiene diez abriles menos que yo, no puede ser mi hermana.

Doce, para ser exactos. En fin. Betty talego el móvil y le muestra una foto de su padre de novato. Habían puesto el tierra patas en lo alto buscando al menos una imagen suya de la época. Al final, le habían hecho una foto al añoso carné de su padre de las juventudes comunistas.

Elsa observa con gran atención la fotografía. Así no se mira a un desconocido.

—¿De dónde la ha sacado?

Suena estúpido: Kommunistische Jugendverband. Der Komsomol.

—Mi padre murió cuando yo tenía ocho abriles. No sé nulo de su pasado en Yugoslavia. No nos ha quedado ni una foto de papá.

Jehová santo, Yugoslavia. ¿Se lo soltaba ya? Las buenas noticiario igualmente pueden causar un musculoso impacto, pero en algún momento se lo va a tener que sostener:

—De eso se alcahuetería, Elsa. —Le gustaría agarrarla de nuevo del remo, pero se ha apartado un poco y está fuera de su luces—. De eso se alcahuetería. Su padre no murió: está vivo.

A punto está de añadir: «Aunque se encuentra pésimo». Pero decide dejar el detalle del cáncer para luego.

Betty desliza el dedo por la pantalla y cambia la imagen en el móvil:

—Y este es su aspecto flagrante. —A Betty le costó mucho que su padre posara para la foto, pero Elsa asta sobre ella escasamente una vistazo fugaz.

Betty duda: ¿es corta o se está conteniendo? Elsa rebusca en un cajón, talego una foto envuelta en celofán y la coloca delante Betty.

Un prado. En él dos lápidas. En una está labrada una cruz con dos travesaños y se lee «Mirko Milich». Y los abriles que vivió: 1944-1982. En la otra losa: «Anna Milich». Aquí aparece un pedazo de pan y bajo la figura una cita de Hamlet: «Der Rest ist Schweigen», lo demás es silencio.

Le avergüenza reconocerlo, pero la nota de la crimen de la hermana le produce una sensación de alivio. Solo con Elsa ya tiene bastantes dolores de capital.

De qué murió, no se sabe. Elsa pira a su hermana por el nombre: a Anna no le gustaba ir al médico. En sus últimos cuatro abriles no salió ni una vez de casa. Elsa recuerda el entierro de su padre: las velas, los cantos. Caldo un sacerdote serbio; eso lo recordaba.

—¿Y dónde ocurrió todo esto?

—En el cementerio.

Betty dibuja una leve sonrisa, seguramente inapropiada. Se ha convenido de un chiste que acaba diciendo: la respuesta es correcta, pero es inútil.

—Lo del cementerio está claro. Pero ¿en cuál?

Elsa agita una mano, frunce el ceño e inclina la capital. Es exactamente lo mismo que hace su padre cuando no quiere objetar a poco.

—Querida Elsa, bajo esa losa no está su padre.

Para sorpresa de Betty, siquiera esas palabras producen el pequeño finalidad.

—Pues claro, porque se ahogó. No encontraron el cuerpo. Pero certificaron su crimen. Enterraron la ropa que quedó en la orilla.

¿Y por qué cree Elsa que no se encontró el cuerpo?

—El Spree desemboca en el Havel y el Havel lo hace en el Elba…

A Betty le entran ganas de intervenir: «Y el Elba en el mar». Pero se limita a preguntar con expresión amistosa:

—¿A qué viene esta clase de geogonia?

—El Havel y el Elba transcurrían por circunscripción de la rda. Y eso impidió la búsqueda. —De modo que así se lo explicaron.

¿Puede Betty hacer una fotografía de las tumbas con el móvil? ¿No? Entendido. Pero ahora querría que Elsa la escuchara. Y Betty le cuenta a la hermana lo poco que sabe del periodo berlinés de la vida de su padre. No menciona la posibilidad que le ofrecieron de hurtar consigo a su grupo.

—Muy interesante —dice Elsa con salero poco pensativo. No levanta los luceros, pero la voz… La voz le tiembla y igualmente le tiemblan seguramente las manos. ¿Por qué, si no, se las ha metido en los bolsillos?—. Muy interesante —repite—. Pero ¿por qué ahora?

Por amparo, no me hables de perestroikas y demás zarandajas, piensa Betty.

—¿Por qué no antaño, cuando Anna aún estaba viva?

Betty abre los brazos: ¿qué puede sostener? Así son las cosas.

—Escúchame, Elsa, comprendo que estés poco asombrada, en shock y todo eso, pero ya sabes cómo es la vida y cómo son las cosas. Hay que enterarse aceptarla tal como es, ¿no es cierto? Para mí todo esto igualmente ha sido una sorpresa. —Betty mira el cronómetro—. Tengo entradas para la ópera. ¿Te gusta la ópera?

Elsa la mira de guisa muy extraña, como si no entendiera nulo. Sí, seguramente es boba. Y un poco difícil igualmente.

—Creí que aquí se apreciaba la música. —Hay que estar justificándose todo el rato con ella—. Es La flauta mágica. Una ópera de Mozart.

—Estudié enseñanza musical —por fin rebate Elsa. Pero no se mueve de su sitio.

—¿Sí? ¿Y por qué lo dejaste?

—No lo dejé. Me gradué.

Bueno, ya hablaremos luego igualmente de todo eso. ¿Van a estar así todo el rato, cada una a un banda de la caja?

Elsa se encoge de hombros: ella está perfectamente donde está.

Poco no está yendo según lo previsto. Es el momento de poner todas las cartas sobre la mesa.

—De acuerdo, dejemos por un momento de banda a nuestro padre. Y más cuando está mal de vitalidad: tiene un tumor. —Elsa no mueve ni una pestaña. Hay que tratarla como a los polis de tráfico: suéltalo todo seguido que a lo mejor poco funciona.

En segundo puesto, la propia Betty se enteró de la existencia de su hermana textualmente hace unos días, y ya la ha antitético y se ha presentado en Berlín para ofrecerle su amistad de corazón. Y debería hacerle caso en eso: es bueno tenerla a ella como amiga…

De nuevo, cero reacción. Lo cual resulta sobrado poco amable.

—En tercer puesto, como se dice: nadie está vaco de pecado. —En este momento Betty quebranto levemente la voz: el sentimiento de omisión se lo han incrustado desde el pensil de infancia—. Ten en cuenta que él en la vida hizo nulo que pudiera perjudicar a Alemania. —Betty se lo juramento, y ella no le iba a mentir—. Démosle la oportunidad de arreglar las cosas, de rehacer la relación de nuevo.

Parece que Betty ha corto un pequeño éxito: Elsa aparta los luceros de la foto del cementerio. Pero calla.

—Por supuesto —prosigue Betty—, a Anna ya no se le puede pedir perdón, pero… —Betty no sabe qué añadir tras el «pero» y decide echar mano de las emociones—. En cuarto y botellín puesto, y en el centésimo botellín, papá estaba de servicio. Para eso están las órdenes, para cumplirlas. En cuanto a Anna… —Sí, eso es, puede sostener que en lo que sucedió no hubo mala intención, que nulo de lo que ocurrió estaba dirigido contra Elsa y su hermana—. Como se dice, nothing personal, nulo personal. Porque papá no os dejó por otra mujer.

—Nothing personal —repite Elsa con acento.

A Betty le parece que ya ha conseguido cortar todos los nudos, repeler todos los golpes. Y mira de nuevo la hora que es.

—Hagamos una cosa: yo hablaré con papá y él te llamará. Y luego (si quieres, claro), viajamos a Moscú. No te preocupes por el visado ni por los billetes ni por nulo. Sea como sea, tienes que venir a vernos; no olvides que eres medio rusa…

Elsa la interrumpe:

—¿Y por qué no hacemos otra cosa? ¿Por qué no nos deja en paz?

Clava de nuevo la vistazo en la fotografía… ¿Nos? ¿A quién se refiere Elsa? ¿A ella, a Anna? ¿A las tres? En su fisonomía plana cuesta observar nulo. Hay que darle la posibilidad de reflexionar, de recuperarse: cada uno reacciona a su propio ritmo. Betty decide darle un minuto e ir a mirar unas botas. Tienen el tiempo calibrado, ya deberían estar dirigiéndose a la ópera.

Por alguna razón, calibrado en este instante a su hermanita se le funden los plomos:

—No tenemos botas de su número —declara con precisión y un odio espantoso.

Betty ya está unido al estante de las Tiffany: ahí están las botas. Y encima, ¿cómo puede enterarse ella cuál es el número que calza Betty?

—¡No hay, he dicho!

Okay, no perdamos los agitación. ¿Y un sombrero? ¿Le está permitido comprarse un sombrero?

—¡Llévese el sombrero! La caja está cerrada. ¡Llévese el que quiera! —Elsa cierra con un estampido el cajón de la máquina registradora. Descuelga el teléfono y grita al auricular—: Un taxi, por amparo, cuanto antaño. No vaya a ser que una dama —así mismo lo dijo, eine Dame— llegue tarde a la ópera.

Al diablo con el sombrero y con todo lo demás. Aquí Betty no tiene nulo que hacer.

—Que Jehová te dé vitalidad. —Quiso añadir «y un marido que no beba», pero se contuvo: la corta de su hermanita no entendería la broma.

No va a ir a la ópera sola. No quiere que esos fascistas se regodeen mirándola. Le regalará las entradas al taxista, a Fritz o Hans o como se llame. Volará a Moscú esa misma oscuridad. El planeo hará que se sienta mejor de algún modo, y acabará de observar el relato, aunque alrededor de el final le gustará ya muchísimo menos.

Cuando Betty llega a Stróguino e informa a su padre de la crimen de su primera mujer y de que uno y otro están enterrados juntos, uno al ladito del otro, el padre de pronto se pone de los agitación. Pero luego logra recomponerse. Y comentará de Elsa lo sucesivo:

—O sea que la pupila ha desencajado con carácter — y agita los dedos en el salero—. La verdad es que nunca entendí a estos alemanes.

De repente se pone a toser. En los últimos tiempos tose mucho, ¿es posible que el cáncer le haya corto los pulmones? Betty le da golpecitos en la espalda; él se siente poco aliviado.

—Peores problemas ha resuelto el Comité Central, Ruedo, querida —la tranquiliza al despedirse—. Todavía en Israel tienen buenos médicos.

Marzo de 2016

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