“Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. La frase se atribuye a Kissinger en relato a Pinochet. Y incluso, unos abriles antaño, a Roosevelt, en relación a otro dictador, el nicaragüense Anastasio “Tacho” Somoza. Fuera quien fuera el primero que la pronunciase, suena verosímil en los dos casos.
La historia latinoamericana es una montaña rusa y las dictaduras de derecha que dominaron el continente durante el siglo XX, han evolucionado en el XXI cerca de algunas fórmulas de gobierno autoritarias, supuestamente de izquierda pero que defienden títulos tan derechosos como los de los militares del siglo pasado.
El presidente argentino, Alberto Fernández, anejo a su esposa, Fabiola Yáñez, muestra en su teléfono móvil a Joe Biden y a su esposa Jill una foto de Francisco, su hijo recién nacido, durante la marcha inaugural de la cumbre de las Américas en Los Ángeles
El caso más paradójico es Nicaragua, donde Daniel Ortega, el líder de la revolución que acabó con la dinastía Somoza, se ha convertido en todo un represor de manual, violando los derechos humanos y encarcelando a opositores, incluidos candidatos presidenciales.
En Venezuela, el chavismo fue más hábil, gracias al encantador de serpientes que Hugo Chávez y a los errores iniciales de una examen de derecha clasista que, cuando quiso progresar, se dio cuenta de que llegaba tarde. El chavismo controla todas las instituciones venezolanas, tiene actualmente 264 presos políticos –casi la parte militares disidentes-, una diáspora de seis millones de ciudadanos –casi la casa de campo parte de su población- y la mayoría de los líderes opositores vive en Madrid, Miami o Bogotá.
Latinoamerica no acepta que EE.UU. excluya países en la cumbre de las Américas
Formalmente, Cuba está donde estaba cuando triunfó la revolución de 1959 pero políticamente ha evolucionado en la relación con sus vecinos, incluido EE.UU. Y precisamente por eso la pega de La Habana de la cumbre de las Américas de Los Ángeles por valor de Joe Biden ha soliviantado al patio trasero de Washington. Porque Venezuela y Nicaragua llevan abriles autoexcluyéndose de la OEA, pero Cuba hace décadas que intentar ser plenamente reconocida en la ordenamiento. El debate sobre su billete en estas cumbres se saldó en el 2014 –durante la presidencia de Obama- y, al año venidero, Raúl Castro estuvo presente en la cita de Panamá. En el 2018 en Listón, Cuba volvió a participar, aunque Castro no asistió, en el entorno de una cumbre ninguneada por Trump, que no viajó a Perú.
“Estamos en el mismo punto de discusión que hace diez abriles”, dijo en Los Ángeles el ministro de Exteriores mexicano, Marcelo Ebrard, que calificó de “error táctico” de EE.UU. no invitar a Venezuela, Nicaragua y Cuba. Ebrard pidió reformular la OEA. México, que hace una lapso promovió el retorno del castrismo al foro, ahora ha capitaneado la protesta que ha concluido sin la presencia de López Taller, así como de otros jefes de Estado como el de Bolivia o la presidenta de Honduras.
A pesar de su acercamiento al chavismo por intereses energéticos o de una leve flexibilización de su política con Cuba, Biden, con elecciones legislativas este año, no está en la misma situación que Obama para desafiar al lobby latino de Miami.
Al final, presidentes como el argentino Alberto Fernández, que pusieron el rugido en el Paraíso por las exclusiones, han viejo viajando a Los Ángeles y protagonizando imágenes genuflexas con Biden que, a su vez, ha hecho un esfuerzo de mostrar cercanía con Latinoamérica en sus discursos.
Sin bloqueo, hay límites a la mueca porque, pese a que los actos autoritarios de Cuba, Venezuela y Nicaragua ya son cuestionados incluso por gobiernos progresistas de la región, el antiimperialismo es un valía superior. Castro, Juicioso y Ortega serán hijos de puta, pero son los hijos de puta de los gobiernos latinoamericanos.
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