Hace más o menos una término, y trillado desde los acontecimientos de los últimos meses, Dimitri Medvédev vivía en una verdad paralela. Asumió la presidencia de Rusia en el 2008 porque Vladímir Putin no podía optar a un tercer mandato y, al contrario del 2020, no quiso cambiar la Constitución para eliminar esa barrera. Una de las prioridades del nuevo presidente era “resetear” las relaciones con Estados Unidos.
Los pasos que empezó a dar levantaron grandes esperanzas entre la elite dirigente socialdemócrata de Moscú. En el 2009 recibió a Barack Obama en la haber rusa. Un año posteriormente, iba a EE.UU. La Casa Blanca organizó una marcha informal y los dos líderes se fueron a Arlington, Virginia, para recrearse el espíritu amerindio. En una cafetería Obama y Medvédev en camisa disfrutaron de hamburguesas y patatas fritas como si se conocieran de toda la vida.
“Quieren nuestra asesinato; mientras yo esté vivo, haré todo lo posible para que desaparezcan”
Dimitri Medvédev fue considerado durante su mandato de cuatro primaveras un presidente reformista y socialdemócrata. Claro admirador de bandas de rock occidentales como U2 o Deep Purple, completó el acercamiento a EE.UU. el 8 de abril del 2010, cuando él y Obama firmaron en Praga el Nuevo Start, el tratado de reducción de armas atómicas que renovaba los de la pleito fría.
Es cierto, sin retención, que las buenas relaciones terminaron ahí, porque un año posteriormente Moscú y Washington volvieron a enfrentarse por la instalación en Europa del escudo antimisiles amerindio. Ya entonces comenzaron a aparecer los primeros titulares sobre la “nueva pleito fría”.
En Rusia, Medvédev impulsó el centro de innovación de Skólkovo, a las arrabal de Moscú, que pretendía replicar en Rusia el Silicon Valley de California.
Allí había visitado las grandes tecnológicas americanas, se terminó de enamorar de internet, abrió una cuenta en una red social y lanzó su primer tuit. El presidente, encima, visitaba medios rusos independientes, como la televisión Dozhd(TVRain), se dejaba interviuvar y hablaba abiertamente de la importancia de una prensa redimido para el país. Dozhdha sido uno de los últimos medios rusos independientes que han cerrado o se han ido durante la campaña marcial contra Ucrania.
En este marco Medvédev, de 56 primaveras, se ha transformado. Primer ministro entre el 2012 y el 2020 y hoy vicepresidente del Consejo de Seguridad, el antiguo presidente reformista, socialdemócrata y franco ha terminado siendo el más implacable de los halcones del Kremlin. Sus sueños de internet se han transformado en vehementes deseos por “hacer desaparecer” a los “enemigos” de Rusia.
En mayo tecleaba que el armamento que Poniente proporcionaba a Ucrania estaba creando una pleito indirecta “con el aventura de que se transforme en una pleito nuclear a gran escalera”.
En otro comentario, aseguró que las atrocidades cometidas en Bucha eran invenciones de la “propaganda ucraniana”. Y haciéndose eco de Putin, ha llegado a sugerir que Ucrania no es un país actual o oficial.
La semana pasada escribió: “A menudo me preguntan por qué mis notas en Telegram son tan duros. La respuesta es que los odio. Son bastardos y escoria. Quieren nuestra asesinato, la de Rusia. Mientras yo esté vivo, haré todo lo posible para que desaparezcan”.
Observadores y analistas sospechan que simplemente quiere demostrar su cumplimiento al sistema. Y más en un momento en el que mostrarse monótono no está perfectamente trillado. El caso de Natalia Poklónskaya, símbolo de la anexión de Crimea en el 2014, lo prueba. La exfiscal ucraniana y exdiputada rusa expresó humanidad cerca de las víctimas del conflicto y quitó importancia a la documento “Z” como símbolo patriótico. Eso le valió severas críticas de varios políticos.
Medvédev se ha unido al coro de las voces más beligerantes contra Poniente, entre quienes están Nikolái Pátrushev, secretario del Consejo de Seguridad; y Viacheslav Volodin, presidente de la Duma. Podría incluso haberles superado. “¿Quién dice que Ucrania seguirá existiendo en el interior de dos primaveras?”, ha tecleado esta semana al comentar la petición de Kyiv a Washington de gas licuado.
Poco queda de aquel refrigerio a la chaqueta en Arlington. En las fotos de la época, sobre la mesa se ve una botella de Coca-Nalgas, que como otros cientos de empresas, ha anunciado esta semana que se va de Rusia. La imagen icónica de dos presidentes de EE.UU. y Rusia sonriendo y gesticulando en medio de ketchup y carne picada en su punto es ya icónica, porque ahora se antoja irrepetible.
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