Adiós, bufón

Primero dieron carnaza a la población. Alimentaron las fobias, prejuicios y bajos instintos de una ciudadanía asustada, sobre todo, por la inmigración. Una familia que vivía en una isla imperial que había influido en el mundo durante tres siglos. Y a la que
en ese tiempo le habían dicho que era diferente y que ahora tenía que retornar a la excepcionalidad de antiguamente mientras el resto de estados europeos pasaban por
el aro.

Conseguido que una parte sustancial de sus habitantes añoraran el pasado famoso del que la gran mayoría no había participado, ni se había beneficiario, llegaron los oportunistas. Los charlatanes recorrieron pueblos y ciudades vendiendo lociones milagrosas, haciendo malabares con los números y prometiendo la reverso a la desarrollo de otro tiempo si se hacían las cosas como antaño, solos.

En nuestra historia flamante, todavía hemos transitado en paralelo a la dinámica británica

Consumada la separación política de la isla del continente, el partido mayoritario en el Parlamento aupó a un bufón para que interpretara el papel de defensor de una nación herida y orgullosa. Le rio todas las gracias. La comedia, la sátira, la displicencia, la descortesía, la ignorancia. En un país con una tradición democrática como ningún otro era difícil mirar detrás y encontrar un equivalente a esa figura, si no era en la letras.

A continuación, la población comenzó a descubrir que las lociones adquiridas no hacían crecer el pelo tan rápido como le habían prometido, que la inmigración seguía llegando, que se había creado un problema en Irlanda del Septentrión donde no existía, que la Royal Navy ya no dominaba los océanos y que cuando ellos salían de la isla no eran vistos con el respeto de otra hora, sino más perfectamente lo contrario.

Y entonces llegaron los escándalos, las acusaciones de amiguismo, de incompetencia, de corrupción, de negligencia, de hipocresía del bufón al frente del gobierno. Los mismos que lo habían promovido sin cautela se dieron cuenta de que el de su favorito no era un papel impostado y pasajero, sino propio, que habían perdido su control y que la imagen de desbarajuste que proyectaba les afectaba y ya no les reportaba ninguna fruto.

Ellos, que le habían aplaudido por su capacidad de resistir a cualquier crítica, se encontraron con que echarlo no resultaba dócil. Los chistes que otra hora parecían desternillantes dejaron de tener amnistía. La pose de despistado perpetuo daba galbana. Los disparates diarios que llenaban portadas y portadas de la prensa amarilla pasaron de ser muestras de notoriedad a pruebas de vergüenza. Hasta ahora.

En algunos momentos de nuestra historia flamante, nosotros todavía hemos transitado en paralelo a la dinámica británica. Es por eso por lo que el auge y caída de Boris Johnson es una consejo mayúscula que no hace desliz agenciárselas en ninguna parte, porque la hemos vivido en directo. Engañar a la ciudadanía y encumbrar
bufones, tiene un coste muy elevado. Demasiado.

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